La evolución de la generación milenista, (en inglés, millennial, en castellano parece el nombre de un delirio ebrio de Fernando Arrabal), la nacida en los ochenta y noventa del siglo pasado, es tan repentina como invariable y desconcertante. Fuimos a dormir siendo un grupo de jóvenes frívolos cuya existencia encarnaba la decadencia de occidente —según las generaciones que nos educaron— y nos levantamos como adultos que teníamos que asumir las responsabilidades de la ciudadanía hecha y derecha con el dinero de la joven.
Somos una generación a quien la edad le ha mutado en una clase social, un precariado que se resiste a verse como clase baja porque vive presa de la nostalgia de la clase media, simbolizada en un pasado familiar con las necesidades materiales e intelectuales cubiertas, que se materializa en el presente en el momento en que la expiración de un contrato laboral o de una relación amorosa propicia el retorno al nido. Los milenistas destacamos entre la multitud porque caminamos con un ademán de anonadamiento perenne. Somos Mr. Bean cuando cae sobre los adoquines a los créditos iniciales de la serie. Somos el meme de John Travolta en Pulp Fiction que hace el ademán de no saber hacia dónde ir.
Somos una generación bisagra, el embutido (o el tofu) de un bocadillo formado por el ocaso de las generaciones analógicas aderezadas por el estado del bienestar y el amanecer de las digitales, que florecen en plena mutación de un capitalismo basado en la explotación del conocimiento y el agotamiento de la vida mercantilizada
Cambiaron las normas de la vida cuando ya las habíamos aprendido. Nos dijeron que nuestros sueños (capitalistas) se alcanzarían si trabajábamos y estudiábamos duramente y con alegría. Licenciaturas, diplomaturas, grados, máster, posgrados, estancias en el extranjero, idiomas, asistencia a charlas del CCCB, participación en casales, orquestas o clubs deportivos; festivales de cine independiente, libros de Judith Butler... Todas las casillas marcadas. Tenemos las soluciones a los problemas del mundo, pero no tenemos lugar donde explicarlas. Una maldición bíblica. Nosotros, dónde vais a parar, no somos como el abuelo obrero o la abuela modista, que, ahora que ya nos salen canas, nos siguen pasando billetes de cincuenta euros de su pensión por debajo de la mesa durante las comidas familiares porque saben que estamos más pelados que un gato esfinge.
Somos una generación bisagra, el embutido (o el tofu) de un bocadillo formado por el ocaso de las generaciones analógicas aderezadas por el estado del bienestar y el amanecer de las digitales, que florecen en plena mutación de un capitalismo basado en la explotación del conocimiento y el agotamiento de la vida mercantilizada. Sentimos la melancolía de ver cómo la bonanza que conocimos durante la niñez se desvanece. En parte, por culpa de la ufanía laboral y el parasitismo ecológico de muchos de los que nos precedieron. Asistimos con estupefacción a la transformación del entusiasmo, la superación personal y la vocación en doctrinas que sustentan un nuevo esclavismo. Un esclavismo privatizado, personalizado y domesticado, ya que es el trabajador mismo quien opta, empujado por el mercado y la visión empresarial de la universidad, para asumir este modelo de trabajo, móvil y flexible cronológicamente y geográficamente, lo cual diluye los usos del tiempo y del espacio hasta ahora configurados por la división del trabajo productivo y el resto de tareas cotidianas. Presenciamos con sarcasmo cómo la pobreza se convierte en un estilo de vida: quedarse en el sofá viendo Netflix todo el verano es una moda vocacional; es genial compartir piso –o colmena– con cuatro desconocidos; alargar la caducidad de los alimentos es un juego divertido.
Los milenistas somos viejos para ser jóvenes y somos jóvenes para ser viejos. Las empresas ya no nos contratan cuando quieren renovarse con caras jóvenes. Tampoco disfrutamos de la experiencia que tenían a nuestra edad las personas de las generaciones anteriores. Ni mucho menos el sueldo. Una amiga me comentaba que oía que la crisis económica nos había hurtado cuatro años de vida. Con otra diseccionábamos la frustración que supone ver que la cumbre de una carrera profesional es un páramo de trabajos tan misérrimos como volátiles. Como las colas del Everest, hay mucha gente detrás para coronarlo.
Marina Garcés hablaba de la condición póstuma para describir el estado en que se encuentra nuestra civilización, cuando la misión no es ya pensar en el futuro teniendo la prosperidad al horizonte, sino gestionar nuestra propia extinción. No hay existencia más póstuma que la de milenista. Somos una postexistencia, la prueba encarnada de los fracasos pasados y las magras esperanzas futuras. Yo me consuelo pensando que, cuando la revolución se vuelva inevitable, seremos una memoria viva que encapsula lo mejor del pasado y lo mejor del presente. O quizás, vete a saber, eso ya lo hará un algoritmo.