El sociólogo austríaco Joseph Schumpeter popularizó el concepto de "destrucción creativa" para referirse a la capacidad de superar los paradigmas vigentes y transformar la actividad económica a través de la innovación. Las nuevas realidades tecnológicas como la digitalización, la robótica o la inteligencia artificial nos obligan a replantear estructuras anticuadas y a desmantelar regulaciones obsoletas. Ante la inercia autocomplaciente, la anticipación al cambio y la exploración de nuevos escenarios competitivos determinan el éxito de las economías nacionales en un mundo globalizado.
Sólo los países que premian la emprendeduría, la inversión y el libre intercambio de ideas y profesionales tienen herramientas para convertir los cambios en oportunidades. Del mismo modo, sin embargo, la legitimidad y supervivencia de estos marcos institucionales necesitan sistemas del bienestar robustos, capaces de proveer cohesión social y seguridad financiera a la ciudadanía. El mantenimiento de este equilibrio es frágil. El instinto atávico, el miedo y la incertidumbre despiertan el monstruo del populismo, con sus diversas dimensiones y respuestas: el autoritarismo y la represión de derechos civiles, el proteccionismo comercial y las barreras aduaneras, el corporativismo gremial en sectores como el taxi o el nativismo xenófobo y las restricciones migratorias.
Nos toca, por lo tanto, plantear soluciones innovadoras a la altura de los nuevos tiempos. No fue nunca tan urgente conjugar libertad y seguridad. Apertura y confianza. Flexibilidad y resiliencia. Y es justamente en este contexto donde toma fuerza un programa win-win: la renta básica. Esta propuesta, consistente en una asignación monetaria directa, automática e incondicional, responde a la necesidad de adaptarnos a las nuevas realidades sociales y económicas como la caída demográfica, la Cuarta Revolución Industrial, la economía de plataformas y los consiguientes cambios en el mercado de trabajo y las relaciones laborales.
Las nuevas realidades tecnológicas como la digitalización, la robótica o la inteligencia artificial nos obligan a replantear estructuras anticuadas y a desmantelar regulaciones obsoletas
Si bien aquí lo han propugnado los movimientos de la izquierda más contestataria, nos encontramos ante una propuesta desarrollada por un amplio espectro de sensibilidades y organizaciones. Teorizada en un inicio por el filósofo libertario Philippe Van Parijs, la renta básica fue defendida por los economistas Milton Friedman y Friedrich Hayek en forma de un impuesto negativo sobre la renta y, en la actualidad, múltiples think tanks liberales están impulsando su presencia en la agenda pública: el American Enterprise Institute y el Niskanen Center en los EE.UU., el Adam Smith Institute en el Reino Unido y el Col·lectiu Catalans Lliures aquí son algunos ejemplos.
Una renta básica complementaria al gasto actual del Estado del Bienestar, sin embargo, presenta complicaciones difíciles de obviar. Las estimaciones sitúan el coste neto anual de la propuesta en el Estado en unos 187.870 millones de euros. Considerando la elasticidad fiscal de las bases imponibles y bajo los supuestos más generosos, sólo un tipo nominal superior al 60% en el IRPF podría llegar a financiar un programa de estas magnitudes. Por el contrario, una renta básica en sustitución de los servicios públicos parece una opción más razonable. La propuesta, fiscalmente neutra, supondría una transferencia monetaria de hasta 12.000 euros anuales, 10.000 si incluimos a los menores de edad. Para cada partida presupuestaria —educación, paro, vivienda, seguridad social...—, hará falta que nos preguntemos si preferimos seguir recibiendo los servicios públicos en especie o si, por el contrario, queremos recuperar la cantidad en efectivo. De la misma manera que preferimos que la abuela nos regale dinero antes que ropa, probablemente valoraremos que una renta básica nos dote de mayor libertad, autonomía y oportunidades que el menú cerrado del monopolio estatal.
La renta básica, consistente en una asignación monetaria directa, automática e incondicional, responde a la necesidad de adaptarnos a las nuevas realidades sociales y económicas
La universalidad y simplicidad de la renta básica reducirían de manera considerable los costes burocráticos de la administración. Nos permitiría avanzar hacia un sistema más inclusivo y menos estigmatizando, incorporando a los grupos excluidos del mercado laboral tradicional (familias monoparentales, trabajadores poco cualificados, etc.) y más directamente ligado a los recorridos vitales de cada individuo, cada vez más particulares y, por lo tanto, más necesitados de un sistema de bienestar flexible y dinámico. La medida también impulsaría la innovación privada en sectores todavía ajenos a los cambios tecnológicos como la educación o los servicios sociales. De la misma manera que ha sucedido con el comercio, la movilidad o el turismo, las plataformas digitales eliminarán asimetrías de información y costes de transacción en ámbitos como la sanidad, la dependencia o los servicios de ocupación. Por otra parte, la literatura económica describe como sustituir prestaciones en especie por ayudas monetarias puede ayudar a reducir conflictos distributivos, como la aparición de guetos asociados a la vivienda pública. Finalmente, la renta básica y la robotización liberarán a los ciudadanos de las tareas menos interesantes y productivas para dedicar tiempo a la cultura, el ocio y la resolución de retos primordiales como el envejecimiento o el cambio climático.
Hablamos de un cambio de paradigma. Una reforma disruptiva, mucho más profunda que un aumento del salario mínimo o una tasa en las tecnológicas. Habrá que estudiar con más detalle los potenciales retos como los efectos en la oferta y la composición laborales, mejorando las limitaciones de las pruebas piloto desarrolladas en países como Finlandia, Holanda o Kenia. La renta básica se puede convertir en la herramienta definitiva para impulsar la movilidad social y los poderes creativos de una civilización rica. ¿Y a ti, qué te parece?