Utilicé hace unos años la expresión “generación cristal” para referirme a aquellos niños que, nacidos en torno al año 2000, por tal razón podíamos considerar nativos digitales. Aunque incluso el presidente del Gobierno se haya atrevido a criticar el calificativo, entendiendo que tiene una voluntad peyorativa, él y quienes además lo hayan hecho se equivocan, pues el cristal, como todo, tiene virtudes y defectos: la generación cristal es transparente, vitalista, incluso brillante, aunque a veces se empaña (la depresión y la ansiedad la atenazan) y es mayoritariamente frágil y fractal. Además, en ningún momento dije que tal condición viniera determinada por su culpa, ni siquiera por su exclusiva responsabilidad, pues, como en todo lo que acontece a quienes están por formar, la educación y la genética se dan la mano con las virtudes que a cada uno nos hayan sido otorgadas; los talentos, que diría la parábola.
Lo que dije entonces viene al caso y se refuerza en los cristales, porque puede aplicarse tal condición a los que llegan, como se comprueba en un nuevo dato: por primera vez desde que se realizan registros, el coeficiente intelectual de los niños es en la actualidad inferior al de sus padres. Puede que la medición responda a una obsoleta e incorrecta manera de contemplar las habilidades de las nuevas generaciones, pero no ha cambiado la idea general que suele cifrar la inteligencia en la capacidad para conectar percepciones y realidades. A la vista del comúnmente aceptado juicio sobre la escasa consistencia de políticos, periodistas e intelectuales, incluso de las impericias de los prácticos para llevar a cabo sus oficios, aceptemos que es cada vez más fácil concluir una formación sin que eso signifique mayor capacidad para enfrentarse a la vida y a la profesión. Como siempre, hay gloriosas excepciones, las que hacen que la humanidad siga caminando a hombros de gigantes, pero vista la cantidad creciente de personas que se incorporan a estudios cada vez más diversos, ese dato sobre IQ no deja de ser alarmante.
Por primera vez desde que se realizan registros, el coeficiente intelectual de los niños es en la actualidad inferior al de sus padres
Y, ¿qué puede estar sucediendo? Algunas hipótesis deberían ser exploradas con urgencia, a mi entender. La primera hace referencia a la tendencia humana al mínimo esfuerzo, que gracias a los inventos de algunos más ingeniosos que el resto, han hecho a estos la vida más fácil. Como nos recuerda la memorable película WALL-E en un lenguaje que puede llegar tanto a mayores como a pequeños, existe un riesgo en el bienestar. En segundo lugar, los perezosos que se dicen expertos en pedagogía han vendido buenismo docente, porque el tolerantismo requiere menos esfuerzo inmediato en el aula que el autoritarismo, máxime cuando el refuerzo que recibe el docente es que si trata bien al discente será bien valorado en las encuestas, lo que puede redundar en una mejora laboral. Así, las generaciones así educadas se convencen de que saben porque aprueban, aunque paulatinamente aprueban más sabiendo menos. El ejemplo de la Selectividad daría para una monografía. En todo ello tiene un gran papel la inteligencia artificial, que soluciona tanto nuestras vidas, que esa natural tendencia a la horizontal se refuerza en un bucle descendente irrefrenable, de modo que tal vez el coeficiente intelectual de la máquina llegará a ser mayor que el del humano, si no ponemos remedio.
Pero finalmente, y no menos importante, está el hecho de que numerosos estudios ya dan por sentado que nuestro primer cerebro no está en la cabeza, sino en el vientre, y que la microbiota es el principal motor para que se generen y funcionen las principales herramientas químicas con las que el cerebro se refuerza, se hace resiliente y permite a su propietario un mejor aprendizaje. Comemos mal, comemos cada vez peor, incluso aunque sea comprando en esos negocios que ofrecen humo disfrazado de bio, o de ecosostenible. Baste con ver cómo están las farmacias, cada vez más repletas de complementos vitamínicos, minerales, suplementos de defensas, probióticos… nada es ya lo que parece. Si la mayor parte de nuestras neuronas están en los intestinos, comer bien requeriría convertirse en una política pública de primer orden, abocada a conseguir que cada humano compitiera más consigo mismo en mejorar. Pero no; lo que nos venden entre uva y uva en las campanadas de Fin de Año es que estar gordo está tan bien como estar flaco: Lalachus y Broncano elevados a la categoría de nuestros referentes máximos. Eso es lo que se vislumbra más allá de la generación cristal.