Esta semana, el president Illa ha recibido al president Pujol y al president Mas —por separado— en el Palau de la Generalitat. No es muy difícil adivinar sus intenciones: Illa quiere ser asociado a una idea de orden institucional y solidez de carácter de la que, en este país, la derecha catalana siempre ha querido adueñarse para compensar la falta de poder de fondo. Pujol y Mas, aunque el segundo fue el sucesor escogido del primero, tienen diferencias. El punto en común que hace intersección, la calidad que los hace atractivos a ojos de Illa, es una gracia por la moderación, que es el nombre corto de la habilidad de no crear muchos problemas sin dejar de ser catalanes. Es que Jordi Pujol no ha sido nunca independentista; Artur Mas dijo que lo era, pero llenó el discurso independentista de eufemismos y derechos civiles, convirtió el 9N en poco más que en una actividad de domingo para estrenar zapatos, y fue apartado por los antisistema de la CUP. Esto último siempre ha hecho medio gracia y medio pena a los españoles. A ojos de alguien como Illa —que por coherencia ideológica no puede rechazarlo por ser un traidor de clase como sí hizo la derecha española—, el president Mas es alguien digno de perdón. No sabía lo que se hacía. Quería la mayoría absoluta. Se dejó llevar y, como no era un president hecho para aquellas circunstancias, las circunstancias lo acabaron matando.

Si algo ha quedado claro en estos primeros meses de mandato de Illa es que el president quiere alcanzar el nivel de asociación entre modelo de país e institución de los buenos años convergentes. El president Aragonès quiso hacer entender que la Generalitat era algo de todos, que su gobierno era el del 80% y que todo ello tenía que ser poco más que una asamblea para compartir sentimientos y reeducar emocionalmente al país. Quería la institución para el partido porque, cumpliendo órdenes de Junqueras, persiguiendo la hegemonía que tenía que llevar al líder de ERC a la presidencia, no podía quererla para sí mismo. No hace falta que escriba, teniendo en cuenta las bofetadas en ERC y los veinte escaños que les quedan en el Parlament, que dicha estrategia no tuvo éxito.

Lo que más incomoda al president socialista es que todavía no puede gobernar como si los catalanes no existiéramos

El president Illa no solo necesita ser asociado con la paz después de la guerra, también necesita ser el responsable de ella. Y para lograrlo tiene que ser reconocido por otras figuras políticas históricas que, poco o mucho, en mayor o menor medida, creen que todo lo que ocurrió en el diecisiete, lo que precipitó el gobierno de Puigdemont fue, precisamente, precipitado. Es un mínimo común discreto, pero ahí está, y es lo único que puede hacer que según qué sectores catalanes dejen gobernar a Illa. De hecho, esto es lo que más incomoda al president socialista: todavía no puede gobernar como si los catalanes no existiéramos. Todavía tiene que hacer ver que tiene alguna deferencia por la lengua, que se interesa por no sé qué pueblo perdido del Pallars, que respeta la historia de la Generalitat de Catalunya. Como hay catalanes, Catalunya todavía no se puede gobernar como una sucursal española más, por eso necesita ponerse la barretina y dejarse validar por sus predecesores. Por eso necesita el orden convergente. Al fin y al cabo, son ellos los que han gobernado el país durante más años desde la restitución de las instituciones.

Salvador Illa gobierna sabiendo que por muchos es visto como un president foráneo y enemigo del país. Los convergentes, en cambio, han podido gobernar toda la vida como si las instituciones les pertenecieran. En realidad, han gobernado toda la vida en Catalunya a cambio de ser gobernados por los españoles en Madrid sin oponerse mucho a ellos, sino negociando con ellos. El president socialista sabe que esta forma de gobernar es la única forma de gobernar en paz, porque mantiene a los catalanes distraídos. Satisfechos, incluso. "Tites, tites, tites". Es la única forma de gobernar sin darnos la espalda y correr el riesgo de que la cosa vuelva a encabritarse. Es la forma de demostrar que el orden da frutos y que al país le vale la pena aprender de nuevo a sacar provecho del statu quo en vez de enfrentarse a él. En este país, ningún partido ha ofrecido tantos años de tregua como Convergència. Salvador Illa busca mimetizarse disimuladamente con ella para que la tregua de hoy, que en realidad es el enmudecimiento de un conflicto étnico que sigue trabajando en nuestra contra, sea mérito suyo.