A mí me gusta mucho la Navidad, siempre me ha gustado; cuando era pequeña porque todo era magia, cuando mi hijo era pequeño para mantener la magia para él y, ahora que ya es grande, por mí y por todo el mundo me gusta la Navidad. Desde muy pequeña me gusta hacer el belén y adornar la casa para fiestas me encanta; especialmente las guirnaldas de luces.
De hecho, recuerdo tiras de luces en concreto por el color que tenían o por cómo quedaban en un rincón determinado de la casa o del jardín. Y no son recuerdos de cuatro días. También decoraciones de calles concretas, como la misma calle Aragó que me hacía entrar mucho más contenta a Barcelona. He hecho, durante años, que mi hombre tuviera que pasear y yo abrigarme muy bien, y no me gusta el frío, para ir a ver las luces de Navidad de varios lugares. Tanto del vecindario como de otros pueblos; en jardines de casas particulares y en la calle. Era como si no tuviera nunca suficiente y aunque alguna cosa no me gustaba, en general las salidas no me decepcionaban, porque con creces me llevaba, de vuelta a casa, imágenes muy bonitas.
Ahora bien, ya no es el caso. De hecho, no puedo más de la fiebre deslumbrante de los leds de Navidad, me hacen daño a los ojos. Se ha subido la intensidad y la magnitud de la expresión decorativa, tanto en los balcones como en las calles, un poco demasiado; y lo dice alguien que es bastante exagerada con el tema luz. Y no me refiero al alcalde de Vigo y su voluntad de ser visto desde todas partes; sino de la fiebre que en general muestran muchos balcones particulares y especialmente ayuntamientos; hay demasiados ayuntamientos sin calibrar la intensidad de las decoraciones que ponen, sin entrar en la calidad estética de los ornamentos.
Los colores son mucho más duros, más fríos; ni los que son cálidos calientan. El alma de las luces ha cambiado, también la de las luces de Navidad
No es que no me gusten las decoraciones grandes o atrevidas, pero hace falta un poco de sobriedad y alguna medida de discreción porque según qué brillo causa directamente daño a la vista y no pocas veces dolor de cabeza. Ya he leído algún estudio sobre los efectos que tiene en la salud, especialmente si se sufren determinadas patologías, la sobreexposición lumínica. Más todavía los centelleos y todo tipo de intermitencias. Las bombillas que ya no lo son, que ahora son leds, deslumbran a la que pones un poco demasiado de intensidad y, lo que es más importante, los colores son mucho más duros, más fríos; ni los que son cálidos calientan. El alma de las luces ha cambiado, también la de las luces de Navidad.
Hemos aprendido ya, en muchas cosas, que los excesos no son buenos en general, pero en torno a la Navidad, que este discurso ha arraigado en muchas cosas, todavía tenemos que integrar más. Lo decimos de la comida y del beber, también de los regalos y tendremos que empezar —y no hablo de aplicar restricciones— en el alumbrado de Navidad. No solo por todo lo que he explicado, aunque solo sea para repensar por qué en todos los pueblos y en todas las ciudades siguen coexistiendo calles tan iluminadas y otras tan oscuras.
¡Feliz Navidad a todo el mundo!