En la terreta hay dos batallas políticas en marcha que nos tendrán entretenidos todo el mes de agosto. Una, por el poder autonómico, la batallita. O sea, quién es el próximo president de la Generalitat, que es una cuestión que vamos resolviendo cada cuatro años como mucho.
La segunda batalla, con mayúsculas, es la madre de todas las batallas, va de soberanía y ni más ni menos que fiscal. La que tienen, con plenitud, los vascos y navarros. La misma que los catalanes de la Transición dejaron escapar porque no supieron más, por un error de cálculo o porque no veían salida. Y por eso mismo estamos donde estamos, en calzoncillos.
La primera, la batallita, hace mucha ilusión a sus candidatos. También a la parroquia más forofa, que confronta candidatos evocando grandes principios o el apocalipsis —invocando a todos los demonios— si no se opta por su candidato. Como hazaña personal, en cuanto a los candidatos, es muy respetable. Es coronar una cima, aunque no sea un ochomil. Da igual si los candidatos aspiran a ello cargados de legitimidad porque fueron desposeídos hace cerca de siete años, como si sencillamente aspiran a ello porque fueron los que más votos consiguieron de los catalanes que el 12 de mayo fuimos a votar.
A la primera, en la batallita, opta Salvador Illa y no renuncia Carles Puigdemont. Sería una investidura pacífica y rutinaria si no fuera porque Catalunya tiene un Parlament italianizado. Conformar mayorías se ha vuelto un cansino toma y daca para presidir la Generalitat. Nada nuevo. La singularidad, más que la de la financiación, será que la disputa acabará con represalias, y no entre los contendientes (Illa/PSC y Puigdemont/Junts) —cabe decir que ambos acarician la idea de volver a la Catalunya dual—. El tercero en discordia (ERC) tiene todos los números para acabar pagando el pato. Decida lo que decida la militancia, les caerá un chaparrón encima. Ahora estamos en ese momento de la tensa calma. Ni unos ni otros (los aspirantes a ser entronizados) muerden, a la espera de cómo pueda resolverse esta intensa espera hasta el 25 de agosto. En particular, si la militancia republicana desaira a los guardianes de las esencias. Comprobarán entonces —como un trastorno ciclotímico— como se puede pasar del respeto tenso al desprecio más intenso en un abrir y cerrar de ojos, y por parte de los que se supone están —como le gusta decir a todo buen patriota que invoca la unidad— en la misma trinchera.
A Illa le salen (hipotéticamente) los números y a Puigdemont no le salen, y tampoco le saldrían en caso de repetición electoral, al menos según el último barómetro del Centre d’Estudis d’Opinió. Pero parece ser que da igual. Si los dados no te han favorecido, se trata sencillamente de volver a lanzarlos tantas veces como sea necesario hasta que te cuadren.
Cuando se trata de dinero, el papel reservado a Catalunya es el mismo desde hace cuarenta años: aportar sin hacer aspavientos y esperar en vano a que el retorno no sea muy lesivo
La segunda batalla, la batalla, la de país, en la que literalmente Catalunya se juega los cuartos, pasa ahora por lograr una financiación que llaman justa, singular o tantos eufemismos como se quieran utilizar. Posiblemente por eso sea una quimera. O lo haya sido hasta la fecha. No importa si al frente estaba Jordi Pujol o Pere Aragonès. Cuando se trata de dinero, el papel reservado a Catalunya es el mismo desde hace cuarenta años: aportar sin hacer aspavientos y esperar en vano a que el retorno no sea muy lesivo.
Hace unos días, Jaume Giró, exconseller de Economia, ponía el concierto justo en medio de toda ecuación. Pedía hablar claro y lo fiaba todo al concierto económico. Venía a decir que el nombre hace la cosa y que no había medias tintas. O concierto o nada. A pesar de saber —es de los consellers mejor preparados que ha tenido Catalunya— que cuando se juega al todo o nada y eres el eslabón débil de la cadena, acaba siendo nada, como bien apuntaba J. B. Culla en una de sus últimas entrevistas que dio antes de fallecer.
Giró es de los que no pide permiso para pensar. Peor todavía, tiene el defecto de pensar por su cuenta y de decir lo que piensa tal cual. Pero también la obligación —o la voluntad— de hacer equilibrios intentando no perder el norte y no herir a sus compañeros de viaje. Una ecuación difícil de encajar. Si hubiera querido, Giró habría podido seguir en el Govern de Aragonès. Se lo pusieron en bandeja. Pero, aunque le habría gustado seguir y consideraba que era más útil dentro que fuera, decidió dejar el Govern. Por lealtad (a Puigdemont) más que por responsabilidad.
Giró ha hecho, finalmente, lo que nadie más —o casi nadie— se ha atrevido a hacer en su espacio político, que, aparte de pensar por su cuenta, es poner el acento en lo que sabe que es la madre de todas las batallas: la financiación. Todo el resto, hoy, son fuegos artificiales, más allá del legítimo derecho —que no debería ser nominal— de querer presidir la Generalitat que comparten Illa y Puigdemont.
Ahora bien, como Giró también es consciente de que situar el debate sobre el qué y no sobre el quién choca frontalmente con la estrategia de su partido, equilibra la balanza elevando el listón a máximos y jugando al todo o nada. Da igual, en el fondo. Lo trascendente es que el suyo es un mensaje virtuoso que burla el estricto interés partidista y pone en el frontispicio el interés de país. Más que interés, la necesidad imperiosa que determina el ser o no ser de la nación. No ya porque, como decía Samaranch, no existe autonomía política sin autonomía financiera, sino porque, en defecto, la sociedad catalana está condenada a ir tirando a expensas de lo que decida un tercero, que —visto lo que ha ocurrido en las últimas cuatro décadas— tiene una tendencia innata a escatimar recursos a los catalanes, como si aquí todo el mundo estuviera montado en el dólar.
En resumidas cuentas, a la sociedad catalana le conviene más un Govern de pipiolos que gestionara una financiación justa, y cuanto más justa mejor, que un 'Govern dels millors' administrando lo que generosamente —sobre todo generosamente— asigna el gobierno central año tras año.