Parece que, poco a poco, se va viendo que las políticas de Giorgia Meloni tienen más apoyo en el conjunto de Europa que las de Emmanuel Macron. Los periodistas, siempre muy adiestrados, todavía creen que la historia empezó con la Segunda Guerra Mundial y lo explican diciendo que el continente ha emprendido una deriva oscura hacia las ideologías de ultraderecha. Pero el hecho más relevante de este cambio de tendencia es que Roma pertenece al sur de Italia.

Cualquier que sepa cómo se hizo la unificación italiana, la limpieza étnica que promovieron sus dirigentes y la transferencia de riqueza que supuso, se puede hacer una idea que el conflicto que se está cuajando en Europa no es entre ideologías, sino entre territorios. Meloni, como se dice a menudo, es heredera de Mussolini. Lo que no se dice tanto es que Mussolini fue el primer político que se esforzó en integrar el antiguo Reino de Nápoles al proyecto nacional definido por el Piamonte. Tampoco se recuerda que se enfrentó a la mafia —que no pactó con los aliados por sus ideales democráticos—.

Cuando las mujeres toman el protagonismo en la política, es porque la supervivencia de la tierra y del hogar peligran. Lo vimos cuando empezó el proceso, y lo vemos ahora con Sílvia Orriols, de manera más acentuada. En las manifestaciones independentistas eran las señoras las que llevaban la voz cantante. En el campo del unionismo, el Estado puso dos chicas de bandera, que desaparecieron una vez hecho el trabajo, para atraer a los hijos de los inmigrantes que no se habían integrado. En Francia, la frustración de la periferia humillada también está en manos de una señora.

Meloni no parece que sea una Le Pen, que es un producto estético de París, ni una Isabel Ayuso, que es un fruto del localismo madrileño; Meloni es un cisne negro de estos que aparecen en situaciones de urgencia y cambian la vibración de los tiempos, como Orriols. Roma —insisto— es el sur de Italia. Cayó ante los ejércitos piamonteses, y fue defendida por catalanes ilustres como el General Savalls, que estuvo en la batalla de la puerta Pia. Roma no es París, ni Madrid, ni Londres, ni Berlín. Roma es como si Barcelona se hubiera convertido en la capital del Estado español por obra y gracia del general Espartero y de Napoleón III.

En Italia, el peso del nombre y de la historia pudieron más que la realidad política que los colonizadores del norte querían imponer. Por eso, a diferencia otras musas de la ultraderecha, Meloni va por libre y VOX se permitió traicionarla. Igual que Orriols, la presidenta italiana desconcierta porque representa una realidad nacional, más que una teoría del Estado, como representa la escuela de Macron. Los viejos Estados nación, sobre todo Francia y España, tienen un problema porque han abusado de la propaganda para equiparar el populismo con la popularidad, que es la base de la democracia.

Meloni y Orriols funcionan porque, con su ejemplo, transmiten la sensación de que hay alguna alternativa concreta al fatalismo, aunque sea dura

La situación geopolítica de Europa está cambiando y afloran las tensiones del siglo XIX que llevaron hasta las guerras mundiales, pero sin el punto de fuga que ofrecían las colonias. En España, Pedro Sánchez aguanta gracias a la presión que la judicatura estatal hace contra Catalunya. Meloni también empieza a tener problemas con la justicia, y algunos ya buscan la manera de embarrarla legalmente para pararla. En el siglo pasado la política no era tan sofisticada y cuando Mussolini llegó al poder, las momias de la restauración española encumbraron a Primo de Rivera para frenar el catalanismo, con la complicidad de la Lliga de Cambó.

Como dice Iván Redondo, la historia nunca se repite del todo exactamente, pero siempre rima un poco. Si Meloni hace pensar en Mussolini, el PSC recuerda a la Lliga que pactó una dictadura para evitar el conflicto con Madrid. Orriols da miedo porque despierta el recuerdo de esta historia que España y Europa querrían olvidar, anterior a Franco y a la Guerra Fría, y a los mitos de la Transición. Pero Orriols es el síntoma, no es la causa del problema, igual que Meloni. En los dos casos, el debate sobre la inmigración es la carnaza de una guerra de intereses regional, de alcance europeo, mucho más profunda.

A medida que la integración europea avanza, los viejos estados nación intentan reforzarse y afloran las realidades históricas que la fuerza de las armas no pudo eliminar. Meloni ganó las elecciones después de que una pandilla de tecnócratas italianos con cara de Pedro Sánchez —o de Salvador Illa— fracasaran estrepitosamente. En España el problema es más peliagudo porque Catalunya no es todavía el sur de Italia. El PSOE espera que los efectos del 155 y las oleadas de inmigrantes debiliten el país, y que Catalunya no pueda defenderse, o solo pueda defenderse mal, cuando Sánchez se vaya.

Meloni gana influencia en el conjunto de Europa, pero no acaba de encajar, mientras que Catalunya está más sola en Bruselas que Orriols en el Parlament. Con sus discursos contra los musulmanes, Orriols recuerda cada día a los españoles de la calle que tarde o temprano tendrán que elegir entre la gente que votó el 1 de octubre y la violencia política. La Vanguardia ha explicado que no viaja fuera de Catalunya y que no tiene referentes políticos internacionales. Orriols es lista y debe ver que la dialéctica ideológica que los rusos y los americanos intentan instaurar en Europa nos conviene tan poco como la que marcó el continente hace un siglo.

Catalunya debe tener un ojo clavado en países como Italia, que no tienen vergüenza de ser tenderos y cristianos, pero tiene que encontrar su camino de resistencia. A veces, las minorías tienen más influencia que las grandes mayorías enquistadas por la historia, cuando saben lo que quieren y no estiran más el brazo que la manga. La Europa de Francia y España, que es la Europa de los Estados más desconectados de su historia, empieza a flaquear. Meloni y Orriols funcionan porque, con su ejemplo, transmiten la sensación que hay alguna alternativa concreta al fatalismo, aunque sea dura.