La mentira está definida por la Real Academia Española como la "expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente". Señala el diccionario que existe la mentira que se dice para obtener un provecho o ventaja sin producir daño a otro; o la mentira piadosa, que es la que se dice para evitar a otro un disgusto o una pena. Hay mentirijillas y hay auténticas trolas. Existen, pues, distintos grados según la magnitud, la elaboración y las consecuencias de las mentiras. Y frente al catálogo de la mentira, está el de la verdad: verdades a medias, grandes verdades y partes de una verdad por descubrir.
Según un estudio de Robert Feldman, las personas mienten de media unas dos o tres veces cada diez minutos cuando hablan. Una afirmación que chocaría, en mi opinión, con la definición que nos da la RAE, para la que la mentira debe ser un acto deliberado, es decir, hecho a propósito, sabiendo que estás diciendo algo que sabes que no es cierto. Por eso me parece muy desorbitada la conclusión del estudio de Feldman, aunque nos sirve para ser conscientes de que nadamos en un mar de trolas, según parece.
Se miente, según los que han estudiado el asunto, por problemas de autoestima, para intentar contar las cosas de tal manera que nos haga parecer ante los demás como mucho mejores de lo que creemos que somos. Se miente para evitar conflictos. Se miente para querer salirse con la suya y tener razón, aunque sea solamente en apariencia. O se miente para obtener algún tipo de beneficio, que, de saberse la verdad, no tendríamos. La mentira, para las religiones, está considerada como algo negativo, algo que ensucia el alma de quien la usa. Un elemento de discordia que envenena las relaciones y que, la mayoría de las veces, es contrario al amor (salvo la mentira piadosa, se supone, que tendría menos penalización puesto que se entiende que es para evitar un daño y que no supondría maldad en sí misma).
Todos nos hemos preguntado en algún momento si el hecho de no decir la verdad significa, automáticamente, estar mintiendo. O si una media verdad es lo mismo que una media mentira. Más allá de los casos en que la versión dada es absolutamente falsa, normalmente, la mentira del día a día es escurridiza, porque se desparrama por los vértices de los matices y las interpretaciones de cada cual. Y ahí es donde vienen los conflictos: en considerar lo que es cierto y lo que es adorno, ocultación, falta deliberada de información.
En mis tiempos universitarios elaboré un trabajo de investigación sobre la ocultación de información relevante en los delitos publicitarios. ¿No decir algo, de manera deliberada, sobre las propiedades de un producto o servicio, con la intención de que así sea más atractivo puede considerarse delito publicitario? ¿Hay dolo de engaño en la omisión deliberada sin que se llegue a mentir de manera activa? Como se ve, el tema da para pensar y preguntarse hasta qué punto las mentiras lo desenfocan todo. En el ámbito filosófico, también se ha abordado la cuestión desde muy distintas perspectivas. Platón, por ejemplo, entendía que si se ocultaba una verdad para beneficio público, aquella quedaba justificada. Algo que recuperaría después Stuart Mill con su planteamiento utilitarista.
Todo el mundo tiene una verdad, que dependerá de su percepción, de su contexto, de sus valores y principios, y en definitiva, de los filtros propios o circunstanciales que influyen en la manera de interpretar un hecho
Personalmente, siempre me he identificado con la metafísica de las costumbres de Kant, con su percepción de la ética y la moral, y como él, considero que decir la verdad es un imperativo moral. Ahora bien, lógicamente, si llegamos a un extremo en el que decir una trola puede salvar vidas, la cosa cambia. Pensemos por ejemplo en tiempos de conflicto, de persecución de otros. Pensemos en las mentiras usadas para salvar a los escondidos en refugios que eran buscados por los nazis, por ejemplo. Entenderíamos rápido que ocultar la verdad, incluso mentir, en ese caso no sólo estaría justificado sino que sería lo humano, ¿verdad?
Entraríamos entonces en el debate sobre si existe el derecho a saber la verdad, y por lo tanto, si estaríamos amparados a la hora de exigir que no nos digan mentiras. Y qué situaciones y contextos justificarían las acciones en cada caso. Estamos hablando de la mentira en distintos ámbitos: desde el sentido cultural, social, religioso, filosófico-ético y moral, y también desde la perspectiva jurídica.
En el ámbito del derecho, el derecho a la verdad se plasma como concepto jurídico a nivel nacional e internacional. Y en este sentido, los estados tienen la obligación de proporcionarle a las víctimas de un hecho, así como a la sociedad en su conjunto, los elementos que sirvan como factores determinantes a la hora de hacerse un juicio respecto a un atentado contra los derechos humanos. Es decir, que tenemos, como ciudadanos, el derecho a saber la verdad sobre aquellos acontecimientos que hayan implicado un daño o vulneración de nuestros derechos más fundamentales. La verdad jurídica tiene una enorme relevancia y, sin duda, todos los que seguimos con máximo interés los asuntos de la geopolítica, sabemos que es la mentira una de las principales herramientas que se utilizan en los conflictos internacionales. Se considera por no pocos autores que el derecho a saber la verdad es la piedra angular y la base fundamental para restablecer y mantener la paz en una sociedad, un elemento clave para la reconciliación tras un conflicto; un punto de partida esencial para poder erradicar la impunidad y para que la historia quede escrita de una manera justa.
Lo cierto es que la verdad, como tal, es un objetivo al que nos acercamos más o menos en la medida en que podamos aportar la mayor cantidad posible de elementos que configuren la imagen de la realidad. Todo el mundo tiene una verdad, que dependerá de su percepción, de su contexto, de sus valores y principios, y en definitiva, de los filtros propios o circunstanciales que influyen en la manera de interpretar un hecho. Partimos, recuerdo, de la base en la que la mentira debe ser deliberada, por lo que hay una intencionalidad en quien la usa, de que la verdad no se conozca. Sin embargo, quienes ansían conocer la verdad, deben entender que no siempre se alcanzará de manera absoluta el resultado, puesto que para recomponerla, necesitamos demasiados trocitos incuestionables que nos sirvan para recomponer un puzzle que suele tener piezas casi infinitas.
Para conocer la verdad, por lo tanto, es imprescindible partir de la base de que aproximarse a ella es un ejercicio que debemos hacer intentando eliminar todo aquello que pueda suponer una distorsión por nuestra parte. Y eso no es sencillo, puesto que en nuestro entendimiento somos rehenes de elementos conscientes e inconscientes que nos hacen percibir los hechos de maneras muy dispares. Pero también es cierto que, aunque lo que pueda ser cierto para mí no tiene que serlo necesariamente de la misma manera o contundencia para usted, habrá cuestiones de facto en las que tendremos que estar de acuerdo. Y así, con una apuesta por un acuerdo de mínimos, es como podremos ir entendiéndonos y avanzando. Obviamente, dicho sea que la intención de las dos partes ha de ser la misma, independientemente del resultado de la investigación. De lo contrario, cuando alguien se aproxima a encontrar la verdad, pero tiene un interés prefijado en que ésta sea de una o de otra determinada manera, ya estaremos pervirtiéndola, incluso sin saberlo.
¿Dónde queda la seguridad jurídica si quien debe ser imparcial y apostar por la búsqueda y prueba de la verdad es el primero en reconocer que miente porque su criterio es el que impera?
Hago esta reflexión, que podría perfectamente ser plasmada cualquier domingo de cualquier mes de cualquier año en este papel, movida por las declaraciones que el juez García-Castellón realizaba en un foro hace pocos meses, en octubre del 23, cuando reconocía abiertamente haber mentido a sus colegas franceses en el contexto de las negociaciones de intercambio entre los gobiernos de información sensible para la lucha contra el terrorismo de ETA. Explicaba el juez, abiertamente y sin complejos, que en medio de las negociaciones de los jueces, la postura de Francia era cerrada, negándose a facilitar información delicada que estuviera bajo el manto de la investigación judicial. Una postura difícil de digerir para España, que necesitaba de la cooperación francesa para poder cortar con las operaciones de la banda terrorista que, precisamente, se valía y servía de la cercanía al país vecino para protegerse. Entramos, en este punto, en la colisión del derecho a tener acceso a una información, de la línea ética y moral, y de los procedimientos rogatorios y los límites legales.
En un punto de la reunión entre los jueces, recuerda García-Castellón, se vieron bloqueados y agotados tras ocho horas de infructuosas negociaciones. Los franceses no estaban dispuestos a soltar prenda, y los españoles parecían estar bastante desesperados ante el bloqueo. Y fue entonces cuando el juez instructor de la Audiencia Nacional en este momento decidió soltar una trola. Decirle a los franceses que en España se sabía dónde estaba un criminal francés, uno de los más buscados, que llevaba cuatro años sin ser encontrado tras haber cometido un brutal asesinato.
Dice el juez que su afirmación era mentira. Pero que le sirvió, según él, para aflojar la voluntad de los jueces franceses y de las autoridades, para empujar la firma de un acuerdo entre los países tendente a compartir información sensible en la lucha contra los criminales más peligrosos. Reconoce abiertamente haber mentido en un tema tan sensible como la pieza clave para la resolución de una causa judicial, es decir, saber dónde estaba un asesino, y facilitar así su entrega. Un asunto tan delicado como atroz, puesto que hay grados en las mentiras y en este, por mucho que se quiera pensar que servía para algo, como el mismo juez reconoce, no sirvió para nada. A pesar de haber firmado ese acuerdo de cooperación, Francia casi nunca lo puso en marcha, y por lo que parece, España tampoco.
Sin entrar en detalle en el asunto que señala el juez en su anécdota (el caso concreto del asesino fugado), lo que me ha sorprendido ha sido su facilidad para reconocer abiertamente que, siendo quien es, pueda usar la mentira de manera tan brutal y ante otros jueces en un asunto como ese. Cuando tuve conocimiento de la intervención, la compartí y cité al ministro Bolaños, responsable de la cartera de Justicia, esperando una decisión institucional al respecto. Me encargué personalmente también de hacérselo llegar de manera directa. Obviamente, no he obtenido respuesta, aunque me consta que ha visto mi petición.
¿Es permisible que sepamos que un juez, que actualmente está instruyendo una causa de una manera más que cuestionable, tiene la osadía de mentir abiertamente y sin despeinarse lo reconozca de semejante manera? ¿Es posible que esto se sepa y nadie tome medidas, ni haya consecuencias?
Este señor está empecinado en querer imputar unos hechos muy graves a personas concretas sin tener ni una sola prueba para ello. Se lo están diciendo desde distintos organismos, incluso desde Suiza. Se lo está diciendo el Gobierno, la Fiscalía General. Se lo están diciendo jueces y magistrados. Que no se puede construir una causa judicial en mentiras. Y por lo visto, se ve que es una herramienta utilizada sin remilgos.
¿Dónde queda, entonces, la seguridad jurídica si quien debe ser imparcial y apostar por la búsqueda y prueba de la verdad es el primero en reconocer que miente porque su criterio es el que impera? No se trata ya de imperativos morales, como quisiera mi admirado Kant. Se trata de códigos, de leyes, de normas y de ordenamiento jurídico que ha quedado manchado por sus declaraciones. Y lo que es peor, cuando uno sabe que otro miente, si no hace nada, ¿se convierte en cómplice de la mentira?