El día que me di cuenta de que Messi es un perro era domingo, había comido canelones en casa mi madre y nadie me había avisado de que estaba a punto de envejecer siete años de golpe. Lo recuerdo bien porque aquel 18 de diciembre de 2022 del cual el lunes hizo un año es imposible de olvidar, como un primer beso o un último abrazo. La memoria a menudo está viva como una herida que no quiere sal, sino azúcar, por eso creo que todavía no me he recuperado de todo lo que viví aquella tarde que no duró horas, sino años, como aquel poema precioso de Miquel Martí i Pol que dice "I una nit qualsevol/ el vent s’endurà totes les paraules/ que hem malmès de tant dir-les sense amor./ I l’endemà serà com si ens alcéssim/ després d’una nit de vint segles". Ahora ya puedo confirmar que son unos versos proféticos, porque es literalmente lo que me pasó a mí durante aquella final del Mundial 2022 de la cual, como vaticinó Manuel Jabois al día siguiente en El País, todavía no he vuelto.
A menudo siento que todavía estoy allí, sentado en el sofá mientras miro la televisión y le pido perdón a Messi por todas las veces que en los últimos cinco años he afirmado que en 2017 nos lo habríamos tenido que vender a él y no a Neymar, que el 2-8 contra el Bayern era principalmente culpa suya o que no hablar catalán después de veinte años en Catalunya es ser un sinvergüenza. Todos los reproches murieron de golpe aquel día, ya que hasta entonces no había entendido que todo lo que hace Messi no se puede analizar desde una óptica humana, sino canina. Ni siquiera el tiempo, claro está. Dicen que una hora nuestra equivale a siete horas en la vida de un perro, por ejemplo, por eso nunca he vuelto de aquel partido entre Argentina y Francia que duró casi tres horas, pero que a mí me parecieron muchas más. Quizás veintiuna o quizás más, no lo sé, porque si es verdad que de joven fui tentado por las setas alucinógenas en unas vacaciones en Ámsterdam y que tengo un montón de amigos que han probado el LSD, también lo es que no me hace falta ninguna experiencia con ayahuasca en alguna selva latinoamericana para saber qué es un viaje: ninguna droga, nunca, superará haber visto la final del Mundial de fútbol 2022 ahora hace un año.
Yo le había dicho a mi madre que iríamos a dar una vuelta y a comprar cuatro cosas para Navidad cuando acabara el partido, pero el partido parecía no querer acabar nunca y cada minuto de juego equivalía a siete minutos de vida. Nos marchamos de aquí a un cuarto de hora, le dije en el minuto 80 con 2-0 al marcador y Argentina rozando con dichos la gloria, pero en menos de noventa segundos Kylian Mbappé marcó dos goles y las leyes de la física se fueron al garete. Aquellos dos minutos no se calculaban con Tiempo, sino con Fuerza, por eso no fueron minutos, sino bofetadas. Esperamos media hora más, que van a la prórroga, le volví a decir, pero ya nada tenía sentido porque ya no formábamos parte de este mundo, sino de otro. Más que estar viendo un partido de fútbol, estábamos asistiendo en directo a una experiencia de realidad virtual que parecía escrita por el mismo Aristóteles, con un héroe, un antihéroe, unos buenos, unos malos, un dolor, una alegría y una oscilación dramática entre la comedia y la tragedia que podía cambiar de un momento a otro, sin avisar, solo con un gol. Aquella final ya no formaba parte de la vida real, sino de la ficción, por eso no la jugaban once contra once, sino millones de personas contra millones de personas. Todos la jugábamos, también mi madre y tu vecino de la esquina, pero lo que no sabíamos es que la única manera de ganarla no era siendo racional, sino ciñéndose al instinto. Como los perros.
Cuando Messi marcó de nuevo el 3-2 en la primera parte de la prórroga, algunos ya no sabíamos quiénes éramos, cómo nos llamábamos ni en qué año vivíamos. Por un instante creímos que ya entrábamos en la fase liberadora del desenlace, como en aquel momento del tercer acto de una ópera en que la vejiga no atiende razones, pero olvidábamos una cosa: que no hay poética sin dolor y tampoco hay narrativa sin peripecia, tal como hace siglos que sabemos, ya sea gracias a las obras de Sófocles o a las series como Succession. ¡Otro gol de Mbappé cuando el 3-2 ya parecía definitivo fue el giro de guion final antes de que en la ultimísima jugada de la prórroga, cuando ya teníamos asumido que aquello se iba a los penaltis, millones de ateos gritaran "La Virgen!", ante el paro imposible del portero de Argentina, Dibu Martínez, que habría significado el 3-4. Todavía hoy, un año después, los argentinos dicen que aquello fue obra de Maradona desde el cielo e incluso los que no somos argentinos —ni católicos!— se nos hace difícil no creer que alguna cosa divina hay, ciertamente, en aquel pie izquierdo interceptando el chute de Randal Kolo en portería casi vacía. Los perros no creen en divinidades, ni en la literatura, ni saben qué es un fuera de juego o una tarjeta amarilla, sin embargo, por eso el único que no se inmutó ante aquello fue Messi.
Aquel partido que no era de este planeta solo lo podía ganar él precisamente por lo que otro argentino, el escritor Hernán Casciari, había dicho hacía años en un vídeo de diez minutos donde se ve el astro de Rosario recibiendo garrotazos de los defensas sin perder nunca la pelota de vista: Messi es un perro porque no piensa como un hombre, sino como un animal al que no puedes tomar la bimba y que parece ser capaz de defenderla contra todo y contra todo el mundo, sin miramientos ni sentimientos. En este fútbol actual lleno de leyes, normas, códigos de imagen, contratos comerciales y elementos tecnológicos que desnaturalizan el juego, Messi juega por instinto, como se jugaba hace setenta años o como se juega a la hora del patio de cualquier instituto, hace una hora. Por eso, cuando Argentina ganó por fin en los penaltis la final más final de todas las finales de la Copa del Mundo, quien había vencido no solo era Messi o la selección de un país, sino sobre todo el fútbol y todos los que algún día, de pequeños, sentimos por un instante que la catarsis aristotélica entendida como una purificación de emociones producida por una obra de arte también se podía experimentar con una pelota en los pies o sentado en el asiento de cualquier estadio.
Somos muchos los que no hemos vuelto nunca de aquel partido narrativamente perfecto, por eso cuando el lunes pasado fui al cine a ver Anatomía d'une chute y me di cuenta de que el perro protagonista se llama Messi en la vida real, seguí sin saber en qué mundo vivo, cómo me llamo y en qué día estamos, pero a la vez sabiendo que ver el filme de un perro que se llama Messi en 18 de diciembre no podía ser casual. La interpretación del animalillo es tan brillante que merece optar a un Oscar, por más perro que sea, de la misma manera que Argentina vs. Francia es un partido que merece estar en alguna plataforma como Filmin, a poder ser con la etiqueta de 'cine clásico'. Si Nietzsche escribió que el arte tiene la capacidad de romper las fronteras entre la razón y la locura, yo le diría que un partido de fútbol puede hacernos vivir tantas emociones en tres horas que al acabarse, con el pitido final, oímos que hemos vivido veinte siglos porque hemos viajado hasta lo más profundo de nosotros mismos. Por eso, un año después, aunque aquel partido y Messi ya sean los dos un elemento más del pasado que del presente, nos sentimos atados a aquello porque nunca nos desprendemos de las cosas, las personas y los instantes que nos han hecho felices, ya que tanto si lo dijo Aristóteles como si no, somos la consecuencia de aquello que hemos querido y nos ha hecho soñar. Una peli. Un perro. Un partido. Messi.