En las redacciones de más de un medio —y de dos, y de tres— del país, hoy hay hombres sufriendo por el prestigio de su imagen pública. En las mismas redacciones hay mujeres que, durante años, han asumido que trabajar donde quieren trabajar y cumplir con sus objetivos vocacionales conlleva, colateral y necesariamente, aguantar comentarios, tocamientos y abusos por parte de aquellos hombres que laboralmente tienen cargos con más poder. Hoy, sin embargo, los que callan son ellos. En cualquier fenómeno público de matriz escandalosa —específicamente, cualquier fenómeno público de matriz escandalosa en el que haya mujeres denunciando una situación que consideran injusta—, la primera reacción siempre es la de poner el foco sobre quien denuncia. Si caricaturizamos un poco lo que ha pasado esta semana, las primeras contrarrespuestas han sido las de verter la responsabilidad en la figura de la becaria porque ya es lo bastante mayorcita y tendría que haber aprendido a decir no.
La simplificación y ridiculización de la denuncia enmascara el hueso del conflicto: una niña de veinte años —o veinticuatro— no es ninguna niña, pero aparte de no tener la experiencia laboral —ni vital— de una persona de cuarenta o cincuenta años, tampoco tiene la perspectiva que la experiencia ofrece. Con esta desventaja sobre la mesa, ante una situación en la que debe elegir entre liarse con el baboso de su jefe o perder su trabajo —o pensar que lo pierde, o pensar que negarse tendrá repercusiones laborales del tipo que sean—, cuesta decir hasta qué punto está eligiendo libremente. De hecho, entre las mujeres que han dado su testimonio está Llucia Ramis, que ha contado que la intentaron despachar por no haber aceptado la propuesta sexual de un jefe. Si el otro tiene poder sobre ti, la libertad para elegir siempre viene empapada de un cierto chantaje. Es eso a lo que nos referimos cuando hablamos de las dinámicas de poder de las que determinados hombres todavía se aprovechan en entornos laborales. De hecho, que el foco de responsabilidad se siga poniendo sobre si la mujer se resistió lo suficiente o no, es el mejor ejemplo.
Esta premisa en la que el deseo es una zona gris se parece bastante a los argumentos de cuñados de carajillo que dicen que al final se tendrá que firmar un papel para tener relaciones sexuales
Esta oleada de denuncias no puede entenderse del todo si no se enmarca en algunos de los debates que atraviesan el feminismo hoy. Y digo atraviesan, y no dividen, porque hay voces que desde un pretendido antipunitivismo acaban abonando los argumentos más reaccionarios. De hecho, esta premisa en la que el deseo es una zona gris se parece bastante a los argumentos de cuñados de carajillo y monedita golpeando en la barra del bar que dicen que al final se tendrá que firmar un papel para tener relaciones sexuales. Que un hecho no sea delictivo no quiere decir que no sea moralmente reprobable. Y ya me sabe mal poner la moral sobre la mesa, porque siempre es el arma que se utiliza para estampar la etiqueta de puritano a quien la utiliza. Como el lector comprenderá —si me tiene algo calada—, con eso no tengo ningún problema. Que un hecho no sea delictivo, no lo exime del daño que consecuentemente puede comportar para quien lo sufre. Que conlleve el ejercicio de un daño no tiene por qué convertirlo necesariamente en delictivo. De hecho, es posible que entre las muchas denuncias que han empezado a salir estos días —exceptuando, por supuesto, la del Mar Bermúdez contra Saül Gordillo—, haya pocas que constituyan un delito. Aun así, el resultado de la eclosión de tantas denuncias públicas es el de poner sobre la mesa el escenario en el que, sobre todo en el mundo del periodismo, las mujeres tienen que soportar incomodidades y coacciones —como mínimo— que no cuelgan de sus obligaciones laborales por el hecho de ser mujeres. Inmoral o no, llegando a la línea de la legalidad o no, teniendo en cuenta que no sucede a la inversa para los hombres con la misma insistencia, convendremos que la situación no es del todo justa porque no favorece un plano de igualdad.
Es posible que en Catalunya, hoy, haya más hombres preocupados por la cultura de la cancelación que nunca. En realidad, hablando de cultura de cancelación cuando, más que el escándalo por expresar una opinión controvertida, por ejemplo, es por haberte aprovechado de tu posición de poder para obtener beneficios sexuales de tus trabajadoras, lo que se pretende es cancelar a la denunciante. Se habla de cultura de la cancelación, pero en realidad cuesta saber cuál es la alternativa. Todas estas mujeres que hoy dan su testimonio de situaciones en las que su cuerpo o su condición de mujer han pasado a ser un anexo más a su contrato laboral, ¿qué se supone que tienen que hacer? Si la alternativa es no decir nada para no dejar malherido el prestigio público de la persona causante de estas —como mínimo— incomodidades, ¿quién es el cancelado en el sentido más absoluto de la palabra? En la manera que tienen este tipo de escándalos de articularse —como una sola denuncia que se va haciendo grande, como una bola de nieve imparable— se encuentra el escenario perfecto para que los atemorizados desarticulen la denuncia por la vía del "sí, pero así, no" o "la condena social es de sociedades autoritarias". Pero el hecho es que a veces necesitas oír el testimonio de alguien más para poder reconocerte. Y que la condena social —incluso si ha habido condena legal— dura un tiempo, pero no decir nada te condena para siempre a la losa del silencio. Evidentemente que el descontrol de la reacción encadenada de este tipo de #MeToo que se suceden periódicamente tiene externalidades negativas —como que erigirse en víctima acabe convirtiéndose en una condición de prestigio social—, pero si de momento te preocupan más estas externalidades que cambiar la situación de injusticia de donde parten —un ambiente laboral en el que, por el hecho de ser mujer, parece que tu sexualidad pasa a formar parte del contrato—, a lo mejor es que la situación ya te parece bien.