Desde tiempos paleolíticos, los machos hemos vertido nuestra soberbia y voluntad de poder en el cuerpo de las mujeres. Ante esta realidad incuestionable, las hembras de todo el planeta han aguantado estoica y traumáticamente esta cosificación vejadora o, haciendo uso de una ironía salvavidas absolutamente intencional, han utilizado su cuerpo y el consecuente baboseo que provoca entre los señores a la hora de prosperar vitalmente, laboralmente y económicamente. Sé que ahora está poco de moda asociar cierto carácter de supervivencia biológica a los dos géneros que inventó la providencia, pero cualquier observador del mundo podrá ver cómo la cultura occidental todavía educa los machos para abalanzarse sobre aquello que desean y relega a las mujeres a gestionar este tsunami de hormonas tan buenamente como puedan, con la sola ayuda de una solidaridad de género que se afana por pirarse de la pasividad en las relaciones.
La mayoría de las mujeres que conozco, ante una situación como la escena entre el bromista radiofónico Quim Morales y la humorista astróloga Ana Polo, habrían esquivado los morros del locutor con una sonrisa burlona y le habrían dicho al pobre crío que hiciera el puto favor de llevarlas a su casa en auto sin cobrarles el peaje de los labios y que, cuando llegara, tuviera la bondad de aligerarse con un buen pajote (una notable serie contemporánea como Autodefensa tiene una escena maravillosa que reflexiona sobre cómo se puede echar los machos más jovencitos con una gayola, para así evitar toda su tabarra de falsa sororidad femenina). Dicho esto, a mí me puede parecer absurdo que una chica de veinte años y pico —con capacidad de hacer un doctorado sobre física cuántica— quede traumatizada ante la aproximación de un congénere pichalegre; pero esta incomprensión es justo lo que me obliga a ser más empático.
En momentos de efervescencia de este #Meetoo de los medios catalanes resulta muy difícil situarse en términos que se alejen de los bandos. Diría que servidor fue de los escasísimos escritores (masculinos) que publicó un artículo en defensa de las víctimas de Saül Gordillo, mucho antes de que el caso en cuestión pasara por los juzgados. A su vez, las acusaciones contra la antigua estrella mediática Eduard Pujol no me parecieron igual de creíbles y así también lo manifesté, adelantándome a un juicio donde la misma demandante admitió que había mentido y exagerado su relación con el actual senador de Junts per Catalunya. Las teorías sobre el comportamiento humano siempre son mucho más complejas que la realidad y, visto que entre los casos de agresiones a las mujeres hay infinidad de matices, poner un poco de gris no me parece un tema menor. De hecho, diría que hilar fino es clave para ayudar a que las mujeres salgan adelante más veces.
Los machos deberíamos callar y escuchar más a las compañeras, pues entender a quien ha sufrido es gratis y una buena condición para hacerlas sentir más seguras
No obstante, entiendo que las hembras de nuestra tribu estén hasta el chocho de ver cómo siempre somos los hombres (es decir, los protagonistas de la práctica totalidad de abusos y de agresiones) quienes nos ponemos remilgados a la hora de analizar el alcance. Lo comprendo perfectamente, porque a la mayoría de tipos no nos han fichado laboralmente para ver si así pueden encularnos, ni hemos aguantado como nuestra jefa de redacción nos hacía insinuaciones sobre nuestros testículos mientras nos tocaba el culo, ni tampoco hemos tenido que sufrir por si la compañera que nos hace de taxi nos exigirá un morreo a cambio de la carrera (por mucho que todo eso que cito no nos causara ningún dolor, sino más bien engordara nuestra espantosa vanidad). En este sentido, opino que los machos tendríamos que callar y escuchar más a las compañeras, pues entender a quien ha sufrido es gratis y una buena condición para hacerlas sentir más seguras.
A partir de esta constatación, cada uno tendrá sus experiencias intransferibles y extraerá la consecuente moral. A mí las mujeres siempre me han parecido una cosa muy digna y lo único que no he acabado de entender es su estulticia a la hora de amar una especie tan absurda como los machos. A pesar de mi idolatría práctica del género femenino (algunas teóricas hablan de este sentimiento, la entronización de la mujer, como un preludio de la agresión machista; pero ya tienen bastante espacio y pasta en el CCCB para que ahora yo gaste unos minutos de mi vida argumentando a la contra), muchas señoras me han utilizado sexualmente y me han maltratado con los peores métodos de los que son capaces; torturas mucho peores que una paliza como el amor o, todavía peor, la vida conyugal. Pero yo las quiero igual porque, a pesar de los abusos me han enseñado prácticamente todo lo que sé del mundo.
Así pues, queridos machos, escuchemos a las compañeras, juzguemos poco y ayudémoslas como podamos. Y no te abalances sobre la becaria en el coche, querido coetáneo, que lo previo a la moral siempre ha sido la estética.