Mi vecino de arriba me dice 'good morning' cuando me lo cruzo en la escalera, pero yo le respondo bon dia y él no me contesta nada, quizás porque no me entiende. Tampoco llegaría a entender nunca, creo, el miedo que sentimos mi señora y yo cada vez que un extranjero como él, con pinta de tener un buen salario, llega con cuatro muebles de IKEA a alguno de los pisos del edificio del Eixample donde vivo. En otra vida, me encantaría llamar al timbre de aquel 3º 2ª con un platillo de fuet, un poco de pan con tomate y un porrón de vino del Montsant para dar la bienvenida a los nuevos inquilinos, pero la vida que me ha tocado vivir es la de ser inquilino en Barcelona con treintaipocos. Es decir, ser desgraciadamente un erizo antes que un vecino, ya que protegerse es el movimiento reflejo natural ante el miedo de convertirse en un escarabajo fácilmente achafable para tu arrendador.
Quizás mi vecino de arriba me dice 'good morning' por eso, porque ve en mis ojos el mismo temor que siento cuando en el portal de casa me cruzo con algún agente inmobiliario acabando la visita con una pareja de aires nórdicos y pinta de tener algún abuelo con buenas historias de la II Guerra Mundial para contar. En un edificio donde cada año hay cuatro mudanzas por culpa del alquiler de temporada, sentir como a un matrimonio se le escapa un 'so beautiful' mientras mira los ornamentos modernistas de una escalera cutre no es sinónimo de celebrar la llegada de unos vecinos que adoran la obra de Jaume Torres Grau, sino enviarle un uasap a mi pareja diciéndole que ya hem begut oli. No es el miedo hacia el otro, sin embargo, sino sencillamente la certeza que aquellos dos expats tienen un poder adquisitivo alto y que, por lo tanto, si la escalera se llena de alquileres más elevados, cuando se nos acabe el contrato la propiedad no dudará ni un segundo a hacernos pagar un precio que nos hará imposible seguir viviendo allí donde querríamos poder arraigar.
Seguramente mi vecino de arriba me dice 'good morning' porque se la suda arraigar o no en Barcelona, ya que lo que para él es una ciudad de paso, para mucha gente de mi generación es el lugar donde hay que estar si se quieren cumplir algunos sueños. En realidad, esta es la diferencia entre una ciudad normal y la capital de un país: que en las primeras hay supermercados, farmacias, hospitales, tiendas, restaurantes, escuelas o paradas de autobús, pero en las segundas, aparte de todo eso, está el polo de atracción de la vida cultural, económica y social de una comunidad nacional. ¿Qué tipo de empresas, iniciativas sociales o creaciones culturales pueden gestarse en una metrópoli en la cual los vecinos cada vez se conocen menos, la mitad de los pisos de un barrio son de uso turístico y el apartamento más económico en el buscador de Idealista pide 800 € para un bajo de 24 m² sin luz natural en Camp de l'Arpa, sin embargo?
Cada vez que mi vecino de arriba me dice 'good morning', pienso que entre mi techo del 2º 2ª y su parqué del 3º 2ª hay escasos centímetros, pero que entre su Barcelona y la mía hay una distancia sideral. Lo que para él es una ciudad cómoda, atractiva y acogedora, para mí es un lugar cada vez más impersonal, con comunicaciones tercermundistas desde comarcas y que, además, expulsa a los vecinos que nacieron, trabajan y no pueden permitirse vivir allí donde tienen las raíces. Seguramente a mi vecino le importan un rábano las raíces, ya que para él Barcelona es sinónimo de cenar ceviche en cualquier restaurante de Enric Granados que no tiene nada que ver con la tradición gastronómica local, ir a festivales como el Primavera Sound sin ningún vínculo con la cultura musical catalana, subir a ver el 'Barca' a Montjuïc sin saber qué es la c trencada o que allí al lado hay un castillo donde asesinaron a un president de la Generalitat y, en el mejor de los casos, observar de manera exótica manifestaciones pacíficas de los 'locals' que le deben parecer inocentes gincanas de recreo.
Seguramente es por eso que desde hace días tengo miedo cada vez que mi vecino me dice 'good morning', ya que pronto expirará mi contrato de alquiler y todavía no he visto que ningún político proponga nada en materia de vivienda que nos dibuje un futuro esperanzador. Quizás si para comprar un piso en Barcelona antes hubiera que tener como mínimo cinco años de antigüedad en el padrón, por ejemplo, se podría evitar que pasavolantes sin interés por arraigar en la ciudad invirtieran en vivienda para destinarlo a uso rotacional y especulativo, que es la antítesis de lo que significa el verbo arraigar. Quizás, quién sabe, evitaríamos así que la ciudad se convierta en un inmenso hotel donde nadie sepa cómo se dice bon dia, qué son los huevos de Porcioles, dónde estaba el quinto pino, qué es un capipota o qué significa la Rosa de foc. Porque sí, es verdad, si Barcelona dice adiós a los ciudadanos que conocen sus raíces, dentro de cien años seguirá habiendo barceloneses nacidos en Sant Gervasi con bisabuelos de Horta, claro, como también barceloneses nacidos en Bristol con bisabuelos de Nueva Delhi o nacidos en Buenos Aires con tatarabuelos de Palermo, pero quizás ya no vivirán en la capital de Catalunya. Quizás, simplemente, vivirán en un decorado sin memoria.