Cada año por estas fechas, cuando llegan los primeros días cálidos, amo ponerme mi gabardina Cruyff de color cartón y pelarme de frío a media tarde, como un idiota natural. Es entonces cuando recuerdo porque el cambio horario primaveral, en realidad, es tan traidor como una eliminatoria del Real Madrid en el Bernabéu con un 1-3 en contra en el minuto 80: porque todas dos cosas, a su manera, no son más que un espejismo momentáneo o una promesa incompleta. Mi medicina para superar este doloroso engaño, cada principio de abril, es sentarme una mañana en el sofá con Les dones i els dies para aferrarme a Primavera, el poema de Gabriel Ferrater que tendrían que recitar a El Temps de TV3 cada noche, ya que descifra a la perfección cuáles son las peligrosas trampas de la estación del año aparentemente más bonita. O sea, también desgraciadamente la más peligrosa.

Aunque ahora el día se alargue y en los mediodías el calor haga sacarnos el abrigo, la primavera no es todo lo que parece. Quizás por eso el mismo texto tampoco dice exactamente aquello que parece decir. A pesar de hablar de "virajes encima de dos ruedas", por ejemplo, no va de moteros que salen a hacer trompos y conducen silbando como pajarillos, quemando goma mientras las pocas hojas que quedan en la carretera se van para siempre, como el invierno. La clave es fijarse en los dos verbos imperativos que contiene: el primer "mira" y el segundo "mírales!". Si alguien nos dice "mira!" sin especificar qué es lo que tenemos que mirar, seguramente lo primero que hagamos sea mirar hacia arriba. Hacia ningún sitio, es decir, hacia el universo.
Esto es importante, porque no hay que olvidar que la primavera, antes que ser un tópico literario, es un fenómeno astronómico: la Tierra hace el movimiento de rotación sobre sí mismo (un viraje) y el movimiento de translación en torno al sol (otro viraje), pero además también el movimiento de nutación, en el cual el eje terrestre se inclina. Por eso después de los dos virajes "viene otro", y por eso en el poema hay un enigmático eje inclinado que a primera vista puede parecer un falo, la torre de un castillo cerca de una carretera o, también, un elemento de la mecánica celeste. Si es un eje "falsificado", sin embargo, es porque los humanos percibimos el día y la noche, así como los cambios estacionales, pero no percibimos la inclinación del planeta.
Todos saludamos la primavera con la sed de los náufragos, eso sí, por eso ahora el "mira" ya no es arriba, sino abajo: "Míralos", dice Ferrater, que quiere decir míranos. Míranos como decimos adiós al invierno como quién cierra la puerta de golpe y con rabia, creyendo que la primavera, por el solo hecho de ser primavera, nos arreglará solita la vida, regalándonos "un camino abierto" y lleno de narcisos amarillos. Pues nada, tampoco. Qué panda de idiotas estamos hechos si creemos que un cambio estacional nos renovará la vida, como si encontrar pareja, llegar a final de mes o evitar guerras en Ucrania fuera cosa del tiempo. Eso es lo que dice Ferrater, por eso nos insulta diciéndonos no solo idiotas, sino idiotas naturales, que es todavía mucho peor: no tenemos remedio y somos imbéciles por naturaleza.
Llega abril y queremos ponernos las sandalias para ir a conciertos rodeados de gente sudada y cantar como "ocelluts". Queremos salir a hacer el vermú con camisas de flores ―no de hojas, o "fullatges"― dignos de un programador del FIB. Y queremos repantingarnos en el balcón a tomar el sol para hacer stories en Instagram diciendo "aquí, sufriendo", buscando el sol cómo las abejas buscan la miel, "la apegalosa miel", sí. Pero resulta que la primavera nos engaña un año tras otro abofeteándonos con lluvias, bajas temperaturas y el desencanto evidente que en el calendario astral quizás sí que ha empezado una época de alegría natural, pero nosotros todavía arrastramos las sombras del pasado. En el cuerpo, llevamos la costra del invierno encima en forma de chaqueta; en el corazón, arrastramos la herida eterna de no poder volver atrás.
Nunca más podremos volver a ser aquello que éramos, parece que quiera decir el poema. Curiosamente, es exactamente lo mismo que dice Miente la primavera, aunque la canción de Mishima lo hace hablando de una pareja adulta que ahora, décadas después de aquel primer incendio de amor, se mira al espejo y se ve con pieles de ortiga, narices de patata y el humor inestable, acusando la primavera de haberlos hecho creer que serían eternamente jóvenes, como aquellos dos jóvenes que se enamoraron una noche de abril "passejant els nostres reflexos/ pels carrers molls de Barcelona". Lo que dice la letra de David Carabén es lo mismo que pasa en el poema de Ferrater: el idiota natural tiene bastante con lo que le ofrece la primavera y, por lo tanto, se conforma con "las migajas de té desahogado". Con rememorar y recrear los tiempos pasados, siempre mejores, pero sin darse cuenta de que aquello son escurriduras de la vida que fue.
Por eso recomiendo releer Primavera cada año por estas fechas: porque es como hacer un necesario ejercicio de antiflipadismo con uno mismo, ya que el objeto de burla del poema no es el abril o la estación del año, sino nosotros. Los seres humanos. Los yonquis de la nostalgia que añoramos la primavera de la vida, que siempre es la juventud, e intentamos recuperar como sea su energía, su electricidad y su empuje limpiando en el fondo del vaso aquello que conservamos de ella. Evidentemente, en vano. Quizás por eso, contrariado ante esta evidencia, Gabriel Ferrater decidió no entrar nunca en su particular tercer gran "viraje", la tercera edad, y antes de cumplir cincuenta años se quitó la vida, cansado de escrutar té esbravado. No quería sentirse derrotado delante del espejo, supongo, ya que sabía que no es la primavera quien miente, sino que somos nosotros quién, año tras año, le mentimos a ella.