Nunca he militado en ningún partido político. Y esto no lo digo ni con orgullo ni con vergüenza, pero para una persona como yo, que me he pasado gran parte de mi vida siendo un disidente de mí mismo, la militancia me parecía un esfuerzo tan monumental, que habría hecho de la traición política un ejercicio de mala conciencia constante. Ni el partido político se habría merecido a un militante como yo, ni el partido, que yo le hubiera dedicado ni una sola noche de insomnio.
A finales de los noventa tuve carné de ICV, pero no lo hice por militancia. Simplemente, me vi arrastrado por un sentimentalismo absurdo, aunque mis actos cotidianos habrían merecido la expulsión inmediata del Partido. Porque en casa, cuando hablábamos del Partido, nos referíamos al PSUC y, más tarde, a ICV. Afortunadamente para mi salud mental, me despedí de la militancia y de ICV a la torera, dejando de pagar la nómina de filiación y votante por Maragall en las siguientes elecciones. Así soy yo, uno díscolo de mierda.
Las imágenes de los congresos del PSOE y de ERC me han dado la razón. Para militar en un partido no se puede ser alérgico a la vaselina. Los dos congresos, no obstante, han tenido un cariz muy distinto. El del PSOE ha sido un paseo triunfal para Pedro Sánchez, con un resultado a la búlgara para el sanchismo y para toda su tropa de fieles. Mientras tanto, en este país tan pequeño que cuando el sol se va a dormir nunca estás lo bastante seguro de haberlo visto, el congreso de ERC ha sido un acto de inmolación típicamente catalán: del seny a la rauxa, de la rauxa al seny y a tomar por saco.
Sigo militando en el independentismo, pero hace tiempo que vivo en la dependencia de la indignación. Me tomaron tanto el pelo, que me tuve que hacer un injerto. Los partidos independentistas, con lo único que se merecen que se les haga un calvo es con el culo y con la deserción. Y lo peor es que muchos de nosotros sabíamos que mentían y que vendían humo, pero callamos, convertidos en revolucionarios de patio de colegio con un juguete en las manos. Algún día, no obstante, los hombres clave del procés tendrán que pedir perdón por haber conseguido que una enorme cantidad de jóvenes desencantados haya dejado de apostar en las urnas por el independentismo, cansados de falsas promesas.
Para militar en un partido no se puede ser alérgico a la vaselina
En casa, la militancia fue un acto de fe. Mi abuelo Joan militó en ERC y después en el PSUC; mi abuela Rosa, en la CNT de Durruti; mi abuelo Evaristo, en el PSOE de Largo Caballero, y mis padres, en el PSUC, con idas y venidas incluidas. Vistos los réditos sentimentales de esas militancias, ninguno de los hijos y nietos ha acabado militando en ninguna parte. Unos, porque les importa un pepino la política, otros —como es mi caso—, porque creemos tanto en la política que los actos de fe ya los dejamos para cosas más próximas a la fe, como son el amor o la amistad. Disculpad si me estoy poniendo cursi.
Mi deserción de la militancia política me ha convertido en un marxista de pro. No me refiero a Karl, sino a Groucho, el más sabio de los filósofos, aquel que dijo "estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros". Y quiero seguir viviendo pensando que, en caso de resurrección, "en la próxima existencia, me gustaría venir al mundo con la brillante inteligencia de Henry Kissinger, la fabulosa belleza de Steve McQueen y el indestructible hígado de Dean Martin". La frase es de Groucho y espero que Dolors, mi terapeuta del Hipócrates, me perdone la referencia al hígado.
El espectáculo de los congresos del PSOE y ERC me han reafirmado en la militancia en la no militancia. Y me pasa lo mismo cuando veo un congreso de otros partidos, con todos los aplaudidores profesionales mirando al compañero de al lado para comprobar si aplaude más fuerte que él, no vaya a ser que el líder en cuestión esté haciendo un examen de aplaudimetríaa encargado al sublameculos de turno, como quien hace un test de meritocracia. Entre crema para las manos y vaselina, es normal que los militantes congresuales necesiten un sobresueldo para sufragar los extras.
Como ya he dicho, las únicas militancias a las que soy fiel son la de la amistad y la del amor, aunque esta tenga más números de caducidad. "¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?". Otra frase marxista. Pero respecto a la amistad, no me refiero a los amiguetes, como los llaman en Madrid, sino a los amigos de riñón, aquellos a los que darías una parte de tus menudencias —me gusta el término culinario— si las necesitaran. Después de seis años sin probar ni una gota de alcohol, mi hígado y mis riñones ya están limpios y a disposición. Y es que la militancia hacia los amigos se basa, primordialmente, en la lealtad, palabra que anexionada a política de partido conforma un oxímoron.
Tengo 58 años y no sé cuánto tiempo de vida me queda en este vodevil. Pero si de algo me siento satisfecho es de la no militancia política y de preferir ir a la estación de Provença con los Ferrocarrils Catalans, que viajar hasta Itaca. Y es que cuando Ulises llegó a Itaca, se encontró la isla convertida, entre familiares y conocidos, en un verdadero putiferio, en el que, quien más quien menos, llevaba unos cuernos más largos que los de Ega, la diosa cabra que amamantó al mismísimo Zeus, el político —con sus distintas y dogmáticas versiones— más influyente de la Historia.