El padre Josep Maria Benítez Riera es un jesuita explorador de archivos, conversador sagaz y paciente historiador. Hace unos días compartí un rato con él en Sant Cugat y se constata su madera de intelectual que ha tenido una aguda habilidad en cocinar desde las entrañas de Roma. Se ha dedicado a la historia de los Papas y a muchos intríngulis religiosos e históricos, y es el artífice de la recuperación de la huella catalana en Roma. Y discípulo del grandioso padre Miquel Batllori, como dice Jaume Aymar, "eximio historiador de la cultura".
Roma no es una ciudad fácil donde poder exhibir la propia cultura, en nuestro caso la catalana, porque en Roma hay ya mucha cultura, propia y enajena. Pero Benítez, en sus años romanos, fue capaz de unir, a través de la Asociación Catalanes en Roma, las mentes más ilustradas y los cerebros más operativos de la urbe con el fin de recopilar y difundir qué han hecho los catalanes cuando han pisado la maravillosa ciudad italiana. Con un proemio de Jaume Aymar y una edición al cuidado de Margarita Amigó, se presenta este jueves en la Librería Claret un volumen (Presències de cultura catalana a Roma) que no podemos dejar pasar por alto los que hemos visto en Roma, y en el Vaticano, un espacio ideal para promover actividades cívicas, ciudadanas, religiosas y culturales que difundan la presencia catalana.
Repasar el hilo de honorables huellas en la Ciudad Eterna puede ser el estímulo para no perder la conexión romana, imprescindible no sólo para la comunión con la sede de Pedro por parte de los creyentes, sino para tener abierto un canal con un centro de toma de decisiones que no es menor
El padre Benítez (Arenys de Mar, 1937) ahora vive en el Casal Borja en Sant Cugat, desde donde sigue atento a qué se cuece a través de libros, diarios y conversaciones. Fue en 1989 cuando funda la Asociación Catalanes en Roma, inspirado por el benedictino Jordi Pinell. Conocí al padre Benítez cuando fui a estudiar a la Pontificia Universidad Gregoriana, donde él era decano de la Facultad de Historia Eclesiástica y director de la revista internacional Archivum Historiae Pontificiae. Es con él con quien he recuperado sentencias en latín y curiosidades teológico-eclesiales.
La catalana Roma no es sólo católica. A Roma fueron a parar los judíos catalanes expulsados por los Reyes Católicos (recordamos la emblemática Vía Catalana en el Ghetto), y han ido ilustres eclesiásticos como el cardenal Josep de Calassanç Vives i Tutó, de Sant Andreu de Llavaneres, o el cardenal Anselm Maria Albareda i Ramoneda, asesor de cuatro pontífices. En bibliotecas vaticanas hay trazas de Verdaguer, y el Diccionario de historia eclesiástica de Catalunya compila también el legado que se ha dejado. Ya hace años que me preocupa que se desinfle esta presencia. La influencia no se puede delegar, ni canalizar digitalmente. En Roma hace falta que haya gente que se impregne de la universalidad, y que al mismo tiempo sean traductores de cuál es la vivencia de Catalunya. Catalunya no se puede explicar sólo a través de los diarios, ni con instancias políticas. En Roma, hay que romanizarse y aprender un nuevo idioma, el vaticanese. Sólo lo aprendes en los silencios de los claustros, en las omisiones en las conversaciones peripatéticas por la Apia Antica, con las miradas cómplices en un encuentro curial. En la Santa Sede, o estás o no existes, como internet. Es por eso que repasar el hilo de honorables huellas en la Ciudad Eterna puede ser el estímulo para no perder la conexión romana, imprescindible no sólo para la comunión con la sede de Pedro por parte de los creyentes, a los cuales se le presupone, sino para tener abierto un canal con un centro de toma de decisiones que no es menor. Aunque sea un Estado con 44 hectáreas.