Los futuros curas han estado muchos años sin presencia femenina en las aulas de los seminarios. Las mujeres simplemente no existían en su horizonte, más allá del recuerdo familiar. Ni como compañeras, ni mucho menos como profesoras. Las mujeres se veían en la cocina y en varios servicios, pero no sentando cátedra o aprendiendo teología con ellos. La preparación, talento y manera de ser de las mujeres no era aprovechable o relevante como profesoras.
A la biblista Núria Calduch todavía le debe pasar en la Pontificia Universidad Gregoriana que los alumnos se piensen que es el "Reverendo" Calduch y se sorprenden cuando llegan a clase el primer día y la ven a ella y no al cura que suponen que será su maestro.
La falta de mujeres no es sólo una anomalía en los centros superiores de teología. La ausencia es determinante también en la academia en otras disciplinas, y estamos muy lejos de la igualdad que se legisla.
Las mujeres también quieren tener colaboradores. Las mujeres también quieren ser conferenciantes y no eternas moderadoras o coordinadoras. El servicio, dentro de la Iglesia, es un llamamiento a todo el mundo. No se puede esperar —lo dice brillantemente Mariapia Veladiano- que haya mujeres en estructuras "por cooptación paterna de parte de algún obispo iluminado"
"Pelo largo, ideas cortas," han pensado muchos. Yo misma no he disfrutado en mis años estudiando teología del magisterio de demasiadas mujeres profesoras que sean un referente. En Donna, Chiesa, Mondo, el suplemento del diario Osservatore Romano dedicado a la mujer —y que llevan mujeres—, leo que Roma fue más avanzada que las provincias abriendo las aulas a la presencia de mujeres. Yo fui una de las beneficiadas. En las Universidades Pontificias era más fácil poder inscribirse en una universidad siendo mujer que en seminarios locales. Pero no todo el mundo se podía permitir pasar entre 5 y 7 años en la capital italiana. En las pequeñas ciudades, donde para hacer teología había que ir al Seminario, era más difícil que el acceso estuviera abierto a las mujeres. Cuando se abrieron a los laicos, se hizo imposible no aceptar a las mujeres. Estas decisiones son políticas, no sólo pastorales o de cultura empresarial. Ser mujer y estudiar teología (yo empecé en 1992) era una decisión minoritaria pero no excéntrica. Hoy forma parte de una cierta normalidad, y ya no tienes que especificar que no estudias "geología" sino "teología" con tanta asiduidad. En los Seminarios hay más mujeres enseñando, pero los documentos todavía no ayudan. En el de Barcelona ya hay mujeres formadoras, porque se entiende que forma parte de la normalidad eclesial, del reconocimiento justo y del sentido común. Yo misma he recibido la invitación docente: alguna cosa se mueve, y en sentido positivo.
En la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis de 2016 todavía hay palabras asociadas a la mujer que no encontramos cuando se habla del hombre: espíritu de sacrificio, abnegación, ejemplo de plegaria, testimonio de vida, ámbito natural de la familia. Las mujeres también quieren tener colaboradores. Las mujeres también quieren ser conferenciantes y no eternas moderadoras o coordinadoras. El servicio, dentro de la Iglesia es un llamamiento a todo el mundo. No se puede esperar —lo dice brillantemente Mariapia Veladiano- que haya mujeres en estructuras "por cooptación paterna de parte de algún obispo iluminado". Sostengo que la corresponsabilidad en la Iglesia habría podido evitar la magnitud de los escándalos de pedofilia que han flagelado las comunidades. No lo habría evitado, pero su presencia en algunos momentos habría sido un freno, consuelo, advertencia, consejo o denuncia. La mujer ha sufrido discriminaciones eternas, injustas y sobre todo injustificadas. La mujer es necesaria en todas las esferas estructurales. Nada puede evitar que las mujeres, ahora, estudien y enseñen teología. Pero si no se las convoca, si no son escogidas rectoras, si no aparecen a la luz del día, seguirán como hormiguitas en las bibliotecas y no tomarán decisiones corresponsablemente con sus compañeros. No se tendría que repetir el fenómeno Elena. Elena Lucrezia Corner Piscopia, veneciana, fue la primera mujer que se graduó en la historia. Pero no pudo estudiar teología, se le negó la posibilidad. Sabía filosofía, teología, griego, latino, hebreo, español... pero se consideró un "disparate" que hiciera teología. Tuvo la suerte de tener un padre que la animó, pero la desdicha de vivir en un sistema que no entendía su emancipación. Todavía hay demasiadas Elenas en la cocina de la historia. En nombre de Elena, que el disparate de seguir obviando a las mujeres a la vida académica no se eternice. Quién pueda hacer nombramientos, abrir espacios y acelerar procesos, que lo haga.