La verdad no depende de nuestra capacidad de asimilarla. Quien lo sentenció leía a san Tomás de Aquino cada noche, detalle que sin duda te marca in eternum. Cuando escribe sobre la verdad, la escritora norteamericana Flannery O'Connor afina. Y es muy cierto que no depende de nuestra habilidad, ni de entenderla, ni de acogerla.
O'Connor, excéntrica, enferma, solitaria, caricaturista y dotada de una capacidad expresiva fulgurante, era una mujer implacable. Estos días se habla de ello, aquí en casa. El Ateneu Barcelonès ha tenido la feliz idea de dedicar un curso a las mujeres escritoras del sur del Misisipi, y ella es una de la tríada que Marina Espasa desbroza con mucho detalle. El curso también se podría haber titulado "Mujeres que escriben cosas terribles". La acompañan Carson McCullers y Harper Lee.
Sus cuentos crean desasosiego. Sin una brizna de esperanza, aparentemente, porque bajo la complejidad formal, se tiene que saber quitar la primera capa. Y entonces aparece la claridad, o lo que los teólogos dirían un "tratado sobre la gracia", que en palabras más comprensibles sería una explicación de cómo Dios actúa en el mundo.
El mal es una realidad que algunos escritores esquivan. O lo evitan, o lo dulcifican. Flannery O'Connor, no
Son relatos geniales. Buenísimos. Me temo que ser católica la ha dejado parcialmente en la sombra del reconocimiento del canon universal de la literatura. Esta mujer nada cursi no hacía concesiones. Una lectora le recriminó que sus cuentos no hacían elevar el corazón. Le rebatió: "Senyora, si su corazón hubiera estado donde hacía falta, se habría elevado".
El mal es una realidad que algunos escritores esquivan. O lo evitan, o lo dulcifican. Flannery O'Connor, no. Lo mira a los ojos, lo describe, y lo deja allí, escrito. Con la punzante verdad que contienen. Esta escritora georgiana, muerta con sólo 39 años, era católica practicante. Católica en un entorno del cinturón bíblico, la zona más protestante y fundamentalista cristiana de los Estados Unidos. En su universo los vendedores de Biblias y la religiosidad impregnan el aire que difícilmente se respira. Era practicante no sólo porque iba a misa, sino que se lo creía –no siempre va junto-, y escribía sobre su fe. No ocultaba la motivación que le hacía escribir, que no era la vanidad, la soledad o la prosaica necesidad de ganarse la vida. Escribía porque tenía vocación. Y sabía que era buena. Vocación en sentido si queremos religioso, se sentía llamada a hacer eso, y nada más, en la vida. Su manera de estar en el mundo consistía en escribir, y también en criar pavos. Su enfermedad –lupus-, la retuvo los últimos años de su vida en Andalucía, una casa donde vivía con su madre y sus animalitos. De pequeña ya había enseñado a un pavo a andar hacia atrás. La gente visionaria tiene estas cosas, la genialidad tiene un precio y un contexto, generalmente poco ortodoxo.
El universo de Flannery, los Estados Unidos de los años 50, era lamentable. No sólo el sur de Estados Unidos, concretamente su Georgia, era pobre, racista y abandonada, sino que no había mucha luz. Los pueblos eran desolados, y lo seguirían siendo. Los personajes, tarados y tullidos, que ella describe, eran realmente útiles a la narración, porque ejemplarizaban las carencias, no sólo físicas, que impiden que la gracia fluya. Hoy diríamos que no dejan que haya un "flow", que no canalizan la energía.
El universo de Flannery, los Estados Unidos de los años 50, era lamentable. No sólo el sur de Estados Unidos
La suya fue una ficción de verdad, porque en la ficción, lo repiten los escritores, hay mucha verdad.
O'Connor es hoy lo contrario de la posverdad. Con el riesgo de que algunos sectores católicos la quieran reducir a lo que no es (su literatura era inclemente y no escribía vidas de santos), es un antídoto en un mundo que ha pasado del postureo banal al post-post-post, todo está en las últimas, pero no en sentido escatológico del fin del mundo, sino en las postrimerías del discurso y del sentido.
¿Sin verdad, qué hay? No la verdad impuesta de la Inquisición, ni la verdad indiscutible de los dogmáticos iletrados que mandan en tantas organizaciones. Estamos hablando de la verdad de las cosas, la verdad de verdad.
Nos domina el concepto tan "post" que vamos de vuelta de todo. Lástima que, antes, quién iba de vuelta, venía de algún lugar.