El papa Francisco ha liquidado el tabaco en el Vaticano. Le parece inapropiado que un estado venda cigarrillos, considerando que este producto es nocivo para la salud. Lo tacha de incoherencia y quiere prescindir. Hasta ahora en este microestado los jubilados y los trabajadores podían ir al supermercado y abastecerse con cartones. Con descuento. A partir del 2018 ya se ha acabado. Greg Burke, el portavoz vaticano, lo ha sentenciado así: "La Santa Sede no puede cooperar con una práctica que perjudica claramente la salud de las personas". Y añade que según la Organización Mundial de la Salud, son siete millones los muertos anuales a causa del tabaco. No soy fumadora, y no he estado suficientes veces en el supermercado vaticano para recordar dónde estaban las repisas del tabaco. Me vienen a la memoria otros productos más prosaicos. A pesar de todo, lo que me parece relevante es que el Papa, que parece que no baje a detalles y se dedique a grandilocuencias para mejorar el mundo, sea tan preciso y se meta en una cuestión que seguramente le causará todavía más antipatías. Porque todo lo que es amado fuera, es odiado dentro. Y estos pequeños privilegios de tantos años son los que causan más malestar. Con motivo de la prohibición papal, las redes sociales se han llenado de imágenes de la serie The Young Pope (con un papa protagonista que fuma), así como de monjas y curas fumando como cosacos. Fumar como metáfora de la transgresión. Podrá seguir fumando, pero el abastecimiento tendrá que hacerse extramuros.
El Papa purga, destila, adelgaza. Como un Eduardo Manostijeras, él poda lo superfluo, que en el caso del lastre de tantos años, en la Iglesia Católica es mucha mala hierba, todavía. Lo hace con la curia, y también con estas prácticas que considera obsoletas y nocivas. Empieza a tocar temas tabú, y tomar decisiones. Mi primer artículo en esta columna se llamaba precisamente "Tocar el Papa". Había reflexionado, pero no había estado unos segundos con él solo. Esta semana he tenido la suerte —porque más que una oportunidad se trata de fortuna— de poder cogerle la mano y decirle cuatro cosas. Si hubiera sido fumadora, seguro que cuando lo tenía a un metro habría querido hacer una calada para calmarme. Me ahorro la impresión de los instantes previos a encontrártelo cara a cara, en la sala del Consistorio. Le pedí que rezáramos "recíprocamente" por Catalunya. Me respondió sonriendo que sí: "Roguemos, roguemos".
Es un papa receptivo, que te mira y te escucha. Y quiere insuflar esperanza. Una de sus desazones es qué hacer con los refugiados. El papa Francisco ha querido lanzar estos días un mensaje a las universidades católicas de todo el mundo para que se apresuren en la acogida de refugiados. Que no obstaculicen en la convalidación de créditos y títulos. Que se inventen cursos nuevos. Que integren. Que ayuden desde el conocimiento a recuperar la esperanza de tanta gente desplazada y desesperada. No es una casualidad que uno de los documentos más importantes del Concilio Vaticano II empezara con estas palabras: gaudium et spes (gozo y esperanza). El Papa y sus tuits, que supervisa personalmente, van en esta dirección. El mundo es hostil, parece enloquecido. Las dosis de maldad de algunos son ingentes. La venganza, la indiferencia, el egoísmo, el odio. Podríamos seguir. Delante de eso se puede claudicar. Se puede ser impermeable. O se puede esperar. Bergoglio es de los últimos. Cree en las posibilidades de cambio. Pide a quien pueda que se espabile, porque es de los que piensan que a quién más ha recibido, más tiene que dar. No tiene ninguna varita mágica, porque no ha venido al mundo a resolver problemas, pero sí que tiene un papel de autoridad moral mundial que no desperdicia. En un mundo con caída en picado de referentes, él tiene una palabra que decir, y más de una por escuchar.