"Dios es un incendio, hermano León. Quema. Y nosotros quemamos con Él". Hay frases, como esta perla del escritor heleno Nikos Kazantzakis, que solo las pueden haber pensado los griegos. Grecia se cree a sí misma cristiana ortodoxa. Es un país en que el nacionalismo se trenza con la religiosidad de manera natural. Las capillitas tienen las banderas griegas al lado de la bandera de la ortodoxia. Pero Grecia es también el escenario del paganismo más perfecto y luminoso que ha marcado generaciones. Los romanos vienen después, no lo olvidemos. Y copian.
Religiosamente hablando, Grecia es también católica, y musulmana. Me comenta una de las musulmanas más conocidas del país, Anna Stamou, que cuando ella se convirtió al islam, proveniente del cristianismo ortodoxo de toda la vida de su familia, el choque fue superlativo. Y la sospecha. Stamou es una activista musulmana que encontró esta religión más interesante que la de sus padres. La conversión, que tendría que ser un derecho indiscutible, es una praxis muy debatida y poco aceptada, todavía. La islamofobia en el país mediterráneo desde que apareció el partido xenófobo Amanecer Dorado ha ido creciendo.
Anna Stamou defiende que se puede ser bien griega y bien musulmana. Le cuesta ser aceptada.
La libertad también es eso: decidir encerrarse voluntariamente, en una isla perdida del Mediterráneo, porque tienes un fuego interior que no se extingue
Los conversos suelen ser militantes, pasionales, a veces excesivamente revestidos de celo apostólico. Tienen el incendio de Dios dentro de ellos. Las personas de fe vibran con una claridad interior que es difícil de crear. De hecho, es imposible generarla. Por eso se define la fe como un don, un regalo. No se crea. Se acoge.
En Grecia, ser griego es ser cristiano. Así, por identidad, por cultura, por herencia. Y se hace difícil entender que hay personas que se desmarquen, como Anna. O como los católicos, que son muy pocos pero que en algunas zonas mantienen una presencia desde hace siglos. En la isla de Santorini, donde todo el mundo admira las pequeñas iglesias ortodoxas blancas y azules típicas que puntean la aridez de esta isla impresionante en medio del mar Egeo, también se erige un monasterio femenino católico. Tiene más de 400 años. Y cuando te acercas, además de oír cantos en griego, puedes identificar melodías en castellano.
Las habitantes son 17 mujeres, muchas de ellas latinoamericanas y algunas castellanas, que forman una pequeña comunidad de dominicas. Una isla dentro de una isla. Desde 1596. Una excentricidad, una minoría. Ellas también queman tras las rejas. Para los amantes de las islas, Santorini es un regalo. Volcánica, pequeña, icónica, contiene micromundos como el de las mujeres católicas que no hacen nada más que rezar. Parece una absurdidad, unas mujeres cerradas rezando todo el día en una isla que invita a salir. Interioridad en una isla volcánica que reclama exhibirse, contemplar puestas de sol desde Oia, visitar bodegas, bailar con la claridad de la luna y deslumbrarse con el sol de Seferis y de los mejores poetas. Luz y exterioridad. Lava y explosión en vez de cierre e introspección.
La libertad también es eso: decidir encerrarse voluntariamente, en una isla perdida del Mediterráneo, porque tienes un fuego interior que no se extingue. Tan excéntrico e insólito como queráis, tan interior y premeditado como eso.