El teatro y la ópera son verdad. El cine, maravillosa invención, tiene un punto artificioso de repetición hasta que sale la escena buena y nos llega empaquetada y a punto. Incluso la literatura nos permite volver y retornar, y releemos en diferentes momentos vitales nuestros: nos ponemos a ello cuando queremos. Pero en el teatro y la ópera la vida "pasa" en el momento en el que estamos, y ese momento es único, irrepetible. Como me recuerda el crítico operístico Radigales, es el arte del tiempo y se sustenta en la música. No podemos pedir que se detengan porque salimos un momento. O estás o te lo pierdes. En Barcelona ha regresado con empuje visual y fasto contenido el "Rigoletto" de Verdi, con una puesta en escena que evoca "V de Vendetta". Y no es solo un guiño estético el que se puede admirar en el Gran Teatre del Liceu. En "V" nos transportamos a Gran Bretaña, donde unos corruptos vinculados al poder y a la Iglesia cometieron ataques terroristas y lanzaron la culpa a un extranjero, porque la culpa siempre es mejor que la expíe otro. Y lo maquinan así para consolidar su influencia. En el Rigoletto estamos en la corte de Mantua, en Italia, donde el Rigoletto (que no es un cordero sino más bien un hombre autocentrado y atormentado por una maldición) vive experiencias de corrupción, venganza y drama, desde el inicio hasta el final.
Verdi utiliza más de una vez el concepto "venganza", y por lo tanto la "vendetta" se canta, se invoca, se implora, tanto en el mundo como a Dios. Lo que es fascinante del arte es la hipérbole. "Treinta días llorando lágrimas de sangre" es una frase tan bonita como irreal, pero entonada en un escenario que parece un sobre gigante medio abierto, o una tumba posmoderna plastificada, coge una fuerza inusitada.
Mozart advertía que en la ópera, la poesía tiene que ser "a la fuerza" una hija obediente de la música. Y la voz es el arma que legitima la narración: o te la crees, o es un artificio. En este Rigoletto, los momentos de venganza, rabia, impotencia resultan creíbles hasta el infinito. Los de la seducción, el acercamiento erótico —entre pueril, puro y enrevesado y torpe— son menos creíbles. ¿Por qué? ¿Es el mal siempre más interesante que el bien? En Verdi, que no era un hombre de misa diaria, Dios, el culto, la piedad... aparecen, fruto de su época y escenarios idóneos para sus personajes, criaturas que no están a la altura y que maquinan, como buenos humanos para conseguir lo que quieren. Pero la voluntad divina se impone, porque va por otra autopista. En el fondo Verdi es altamente providencial: tú haz lo que creas. Incluso créete que eres artífice de tu propia vida. Piensa que puedes estropear tu existencia y la de los otros. Al final, inexorablemente, pasará lo que Dios quiera.