La esclavitud tiene muchas caras. Incluso en la Europa de la Ilustración, se ejercía una forma de esclavitud alejada de los tópicos que nos llegan a través del cine. En el Pirineo occidental –sobre todo en Navarra– se desarrolló un sistema que legitimaba la esclavitud de la comunidad agote; una minoría considerada de un origen incierto y de una composición misteriosa que durante seis siglos –hasta 1819– estuvo sometida a una forma genuina de esclavitud.
La leyenda negra
La tradición popular había fabricado la creencia –convertida en certeza absoluta– que los agotes eran apestados que tenían que ser aislados por pura profilaxis. Y que su enfermedad la transmitían a sus descendientes por los siglos de los siglos; sencillamente porque se les consideraba como una “raza maldita” condenada por la justicia divina a redimir eternamente el pecado que habían cometido por su simple existencia.
Dicho esto, no hay que pensar demasiado para ver que la Iglesia estaba cerca. El clericato contribuyó poderosamente a vestir la leyenda negra. A la condición de apestados perpetuos, se les colgó también la naturaleza de herejes contumaces que hacían proselitismo de su ideología, considerada enemiga de la fe cristiana y de la Iglesia católica. Cargos que –en aquel contexto– equivalían a decir que eran los peores delincuentes terrenales posibles y unos condenados eternos imposibles.
Incluso algunos pretendidos eruditos se atrevieron a pontificar sobre la cuestión. Aparece un personaje nombrado Martin de Bizcay –figura local de la intelectualidad de 1600– que después de asegurar que eran probadamente descendientes de saqueadores, violadores, asesinos, licántropos, devoradores de criaturas y ladrones de cadáveres; dudaba si su origen radicaba en los malignos visigodos que mil años antes habían pretendido exterminar al pueblo navarro o en los terribles vikingos que poco después habían asolado el viejo reino.
El cordón sanitario
Con esta batería de prejuicios el cordón sanitario que se estableció fue una pura consecuencia. Se desplegó un corpus de leyes que contenían desde las prohibiciones más peregrinas a las más sofisticadamente perversas.
Entre las primeras destacaba la prohibición de andar descalzos: se aseguraba que la planta del pie agote infectaba los pastos. También se los obligaba a circular con una campanilla atada al final de un cayado –como los auténticos leprosos–; y a ceder el paso a personas y animales. Y se les obligaba a residir en barrios aislados y alejados de las poblaciones, que se convertían en auténticos ghettos. También se les prohibía tener amistad o emparentarse con la población autóctona.
Y entre las segundas encontramos situaciones tan rocambolescas como la prohibición de edificar templos en sus ghettos y la obligación de asistir a todos los oficios religiosos en la parroquia de la villa. Con la particularidad que se les hacía entrar y salir por una puerta pequeña, y se les administraban los sacramentos aparte del resto de la feligresía. Y de otras medidas, como la obligación que tenían de llevar un distintivo cosido a la ropa: una pieza de color amarillo que prefiguraba la pata de un pato. Un detalle que nos recuerda al paisaje social de la Alemania nazi.
Pero lo perversamente retorcido era la prohibición que se les había impuesto de tener tierras o ganado en propiedad. Y eso equivalía a negarles la posibilidad de prosperar. Los agotes sobrevivieron ejerciendo sus oficios tradicionales (albañiles, carpinteros, herreros) pero sujetos a condiciones durísimas que fijaban sus únicos clientes –la nobleza local– a través de unos contratos draconianos que ataban personalmente al productor con las necesidades del patrón.
Desmontando la leyenda
Investigaciones recientes han demostrado la falsedad de la leyenda negra. Los agotes no sufrieron más epidemias que el resto de la población. La arqueología funeraria lo certifica. Los rasgos físicos definitorios que alimentaban el misterio del origen (ojos rasgados, pómulos marcados, mentón pronunciado), y que Pío Baroja (pionero de la antropología vasca) presentó como la antítesis del hombre vasco, son propios de la gente de la Europa central y atlántica. Y los adquiridos (cabeza grande, lóbulos enganchados al cráneo), son propios de las comunidades humanas que tienen una historia de poco mestizaje.
Lo que sí parece probado es que se relacionaron con las herejías de la época. En los ghettos se practicaba una curiosa simbiosis entre el esoterismo, la hechicería y la cosmogonía proto-vasca. Todo prueba que el núcleo originario estaba formado por supervivientes de la cruzada contra el catarismo de 1218, procedentes de las regiones de Toulouse y Lyon. Pero con posterioridad la composición se alteró. Se añadieron delincuentes fugitivos, brujas y brujos, pobres de solemnidad, vagabundos, desclasados, discapacitados físicos y enfermos mentales; todos de origen bien diverso. Hasta convertir los ghettos en una concentración de personas que tenían en común el hecho de que todos habían sido expulsados del sistema.
La Navarra de los agotes vivía un conflicto abierto entre las clases populares (que se aferraban a las leyes ancestrales que las protegían) y las oligarquías dominantes (que pretendían liquidar las leyes para ejercer plenamente el poder). Los agotes estaban, en este juego de tensiones, el eslabón más débil. La fabricación de la leyenda negra se explica desde la posición de las clases populares, que los percibían como un factor de desestabilización económica y como una amenaza al equilibrio poblacional. En cambio, las leyes anti-agotes, fueron promulgadas persiguiendo el interés de las oligarquías.
Los agotes en la actualidad
Del mundo agote no queda prácticamente nada. Con la abolición de las leyes anti-agote –en 1819– en plena liquidación del régimen señorial, muchos emprendieron el camino de la emigración americana. Algunos hicieron fortuna, retornaron y crearon estirpes de comerciantes y de industriales que son parte importante de la historia contemporánea de Euskal Herria.
Los barrios agotes se disolvieron. No ha quedado conciencia de identidad ni de origen. Y hoy queda como único patrimonio un pequeño museo en Arizkun (Navarra) que ha impulsado con sus propios medios el escultor de origen agote Xabier Santxotena. El último testigo de una comunidad que se disolvió –paradójicamente– con el derrumbe del mundo que lo había oprimido. El testimonio de una época en que en Europa había esclavos que no eran como los que nos muestran en el cine.