Lo que me ocurre con los “moderados” del independentismo es que no quiero perderlos. Evidentemente, existen muchos tipos y van desde los escépticos con la causa hasta los que, lamentándolo mucho y sin que me guste el término, podrían calificarse directamente de traidores. Creo que hay poquísimos de estos últimos. Dos. Tres. E incluso así, no deberían ser importantes si el movimiento es lo bastante fuerte. Me interesan más los primeros, los escépticos, los que seguían la corriente porque intuían que alguna razón poderosa debía de haber en aquel tsunami popular y que quizás sí, tal vez, era el momento de hablar un nuevo lenguaje. A nadie se le escapa que entonces fue la CDC de Artur Mas quien más personas de este perfil arrastró hacia el movimiento, y tampoco se le escapa a nadie con una mínima conciencia política que ese hecho supuso el verdadero cambio de chip de la política catalana. El movimiento era suficientemente grande por sí solo, ya lo sé, pero alguien arrastró “desde arriba” para que muchos miedosos o desconfiados se sumaran a él. La gente de orden, la gente prudente, la gente práctica y pragmática y realista y todos esos adjetivos que parecen más excusas que adjetivos, toda esa gente se subió al tren y ahora se encuentra, evidentemente, en posición de bajarse. Por los errores cometidos, por instinto de supervivencia y también por sentido del ridículo. Esta gente es importante preguntarnos si queremos hacerla subir de nuevo al tren o si prescindimos de ella. La pregunta es importante porque la respuesta puede ser dolorosa: no vaya a ser que quienes estemos perdiendo el tren, el tren de ser un movimiento realmente mayoritario, seamos nosotros.
Lo que no se puede negar es que ahora es el turno de ellos, que ahora es el turno de quienes quieren y pueden intentar pactar lo que sea
Hay muchas razones para desconfiar de quienes desconfían. También hay muchas razones para desconfiar del gobierno de Catalunya y de sus posiciones y actitudes, evidentemente, no solo por cómo afronta el conflicto, sino también por cómo contribuye al desprestigio de la Generalitat (y de la propia Catalunya). Pero más que referirme a partidos o a gobiernos concretos, me refiero a la gente, la gente del cuarto primera que engrosó la gran masa de 2017 y que fue a manifestaciones, votó e incluso colaboró como consejero o como alto cargo dentro del gobierno de Puigdemont, pese a su profundo escepticismo sobre el resultado de todo ello. Personas que desconfiaron de lo que estábamos haciendo, de si servía de algo, de cómo hay que vernos, gente concreta que estaba dentro del movimiento porque tocaba, pero que en el fondo se burlaba, o se guardaba siempre la carta del "ya os lo decía yo", o que se miraba la escena desde lejos, con cinismo, sin que pareciera que aquello fuera realmente con ellos, pero también compartiendo vagón con todos nosotros "por si acaso". Gente que ahora reclama, como es lógico, un regreso a las posiciones previas a 2015 y una asunción de la imposibilidad de la independencia. Regresar a la política posibilista, imitar al PNV, concentrarse en la profesionalidad de la gestión (ciertamente muy invisible hoy), contrastar los propios límites, tener los pies en el suelo, no vivir en las nubes y evitar planteamientos que creen frustración. Parece que esté haciendo una caricatura, pero no: esta gente es muy importante. Concluyo que esta gente, o buena parte de ella, no puede despreciarse o dejar escapar alegremente. Primero, por una razón práctica: si estuvieron una vez, aunque fuera de forma escéptica, pueden volver a estar ahí. Pero segundo, por una razón de justicia: porque, a pesar de su escepticismo, estuvieron ahí. Muchos de ellos, sin tenerlo del todo claro, estuvieron. Estuvieron.
Lo mismo me ocurre a mí ahora: ahora son tiempos poco revolucionarios, tiempos de diálogos, de pactos, de intentar encontrar (teóricamente) una solución convivencial que aprovechando la coyuntura numérica en el Congreso de los Diputados y la mesa de mediación creada en Ginebra logre resultados reales, no retóricos, en forma de reconocimiento nacional o de referéndum pactado o de reforma del Estatuto o de la financiación o de lo que sea. La lluvia de ideas es múltiple, ahora mismo, en este momento de “deshielo de la Báltica”. No hace falta que diga, y he escrito muchas veces, que soy profundamente escéptico sobre el resultado de estas negociaciones. No están precisamente en manos de “moderados” ni encabezadas por gente tibia en la parte catalana, en efecto, pero entiendo que los moderados se encuentran mucho mejor en ellas. Y si hacemos el efecto espejo, estoy en actitud de esperar poder decir “yo ya os lo decía”, en una actitud cínica, desconfiada, casi resignada, exactamente igual que lo estaban los moderados entonces. Es más: lo veo imposible, como ellos ven la independencia, y mantengo que el error del 2017 fue precisamente calcular mal nuestras fuerzas… pero calcularlas mal por debajo, es decir, infravalorarlas. Por tanto, observo estas negociaciones con un “ya me lo contaréis” y con una certeza de que sus planteamientos pueden crear una profunda frustración. De hecho, confío en ello. Pero si en el 2017 no se culminó la idea, si se falló, por error de cálculo o por cobardía o por las razones que fueran, lo que no se puede hacer es negar que esa idea va a necesitar un nuevo momento. Lo que no se puede pretender es coger la máquina del tiempo y plantarnos en el 3 de octubre del 2017. Lo que no se puede negar es que ahora es el turno de ellos, que ahora es el turno de quienes quieren y pueden intentar pactar lo que sea. Creo sinceramente que ahora es su turno. Y, desde el mismo escepticismo que ellos mostraron cuando subieron a nuestro tren, y confiando en que se demuestre que nosotros tenemos razón, creo que lo más justo y lo más útil que puedo hacer es no torpedearlos y estar allí. Estar ahí, simplemente, aunque sea de forma crítica. Estar ahí. Como ellos estuvieron.