El Ayuntamiento del Palau d'Anglesola, en el Pla d'Urgell, tuvo la amabilidad de invitarme a hacer la glosa de la profesora Carme Junyent, en el marco de la inauguración de una plaza que lleva su nombre y vinculado con el Palau de la Llengua, una cita anual imprescindible para todos aquellos que estamos ocupados y preocupados por el presente y el futuro del catalán. En dicha glosa, destaqué los dos valores que me parecen más definitorios de la personalidad de la luchadora Junyent: su modernidad y su vitalidad. Y es sobre el concepto de modernidad que hablará la columna de hoy. Con la voluntad de definir conceptos y de que, tampoco en este tema, nadie nos quiera dar gato por liebre.
En una etapa temprana del nuestro resurgir colectivo, en un periodo de aparición de nuevas voluntades y de mirada larga, estalló en Catalunya el Modernismo, un movimiento con múltiples aristas que nos ligó radicalmente con la modernidad, con una modernidad centroeuropea elegante, sofisticada y que abrazaron las élites emergentes de la sociedad. Este sueño modernista, que colmó la sociedad catalana de finales del siglo XIX e inicios tempranos del siglo XX, fue, demasiado pronto, truncado por el sueño novecentista, más local, pero eso es ya otro tema.
La búsqueda que el movimiento modernista hizo de la modernidad fue uno de los últimos intentos exitosos, hasta ahora, de situar Catalunya (cuando menos a sus clases dirigentes e intelectuales) en un movimiento global europeo, en una modernidad bien aceptada. Después del Modernismo y del Novecentismo, todos sabemos que vino la debacle, y que solo los presidentes Pujol y Maragall, cada uno desde su óptica particular, generaron pensamiento y acción en torno a la conceptualización de una Catalunya europea. Coincidían en querer un grado de exigencia elevado que tenía que convertir Catalunya un país ordenado, culto, despierto y feliz.
¿Recuperaremos los catalanes un día el gusto por la modernidad o abrazaremos solo la modernez?
El poeta francés Arthur Rimbaud afirmaba que hay que ser siempre absolutamente moderno, y, en este sentido, parece que un número no negligible de catalanes se lo ha tomado a rajatabla, ¡y sin descanso! Pero, demasiado fácilmente, y desde hace tiempo, nos vamos descolgando de la exigencia y de la austeridad modernas, y nos dejamos mecer por la facilidad de la modernez. La modernez es aquella manera de ser, en cierta manera, aquella patología, que ha invadido, hace ya un tiempo, a buena parte de los catalanes, y que consiste en querer ser, siempre, a todas horas y a pesar de todo, los más modernos de la clase. Esta búsqueda constante de la modernez nos impide ningún tipo de continuidad, sitúa las expectativas en niveles tan altos que no se acaba de llegar nunca y comporta, en consecuencia, un grado de insatisfacción permanente.
Esta desazón constante forma a una sociedad acrítica, dispuesta a aceptarlo todo en virtud de ser los que consumimos la última tendencia, en el ámbito que sea. Y claro está, sin capacidad crítica ni serenidad para discernir, acabamos comprando, haciendo, pensando o defendiendo cualquier cosa, por absurda que sea. Y cuando ya la tenemos, corremos a poseer otra, que ya es más moderna. Y así entramos en un bucle, que no parece tener fin. Evidentemente, en la modernez no hay ningún plan global, ni ningún objetivo compartido, ni ninguna exigencia ética ni estética de superación, solo esta necesidad autoimpuesta de correr y correr detrás de la última novedad. Y eso nos puede acabar convirtiendo en presa fácil de especuladores, de horteras, de "modernos" profesionales y de gurús de temporada.
Y otra vez las preguntas: ¿recuperaremos los catalanes un día el gusto por la modernidad o abrazaremos solo la modernez? ¿Una sociedad de "modernos" ansiosos, puede levantar algo serio y duradero? ¿Es un fenómeno paneuropeo o meramente local? Las sociedades europeas avanzadas, o las que se consideran como tales, juegan también, ¡por desgracia!, en esta liga de la modernez. Una modernez que tiene un escaparate estético, pero que también tiene derivadas éticas y de conformación social. En Europa, a los europeos, nos iría bien ser más modernos y menos modernillos.