El afán de poder, a la luz y desnudo, siempre tiene un punto de ridículo. En política, sin embargo, si no se tiene, no se acaba de llegar a ningún sitio. En vez de asumir la inevitabilidad de esta coyuntura, durante la etapa de oro de Oriol Junqueras y Marta Rovira al frente de ERC, los ideólogos del partido centraron sus esfuerzos en disfrazar el afán para que el anhelo de poder y el anhelo de bien común para el país parecieran la misma cosa. En un artificio básico para que nunca nada fuera un interés personal o de partido y todo fuera siempre un cumplimiento de la vocación de servicio público, Junqueras, Rovira y el partido de entonces se empezaron a revestir del discurso de la bondad y la paz en el mundo con la intención de que la realización de su afán pareciera un deber moral. Es un truco clásico, pero sin calcular bien la balanza de riesgos y beneficios, tiene pegas.
Desde la prisión, cualquier tacticismo estuvo orientado a legitimar una hegemonía de los republicanos que, precisamente por haber hecho tacticismo partidista sin unos puntales ideológicos fuertes, no ha llegado nunca. De aquí salen los ataques de falsa bandera abonados de chantaje emocional que hoy es fácil mirar desde fuera y con vergüenza. Así, este House of Cards de pacotilla que se dieron entre todos tiene un trasfondo sentimental molesto para los que éramos y somos independentistas, sobre todo por el momento en que se llevaron a cabo. Mientras se sustituía el discurso independentista por el discurso contra la represión política, tras la membrana superficial de bondades y personalismos, el juego era otro. No hay que ser naif: los partidos tienen intereses más allá de la ideología y trabajan sobre el afán de poder. Cuando la distancia entre relato e intereses de partido es demasiado grande, sin embargo, la cuerda se tensa hasta que se acaba rompiendo.
No hay que ser naif: los partidos tienen intereses más allá de la ideología y trabajan sobre el afán de poder
El problema de los republicanos, lo que transforma la membrana de la bondad en una membrana de cinismo, es que el discurso que el partido ha estructurado los últimos diez años ha negado esta distancia. Incluso los esfuerzos del president Aragonès para que cuajara la idea del gobierno del 80%, que era un pretexto para justificar la decisión de estar en el gobierno en solitario, se fundamentaba en la idea de un bien común que estaba vacío: que estuviéramos "todos" o casi todos. Sin un marco teórico fuerte que llenara de contenido ideológico qué significaba ser nacionalistas y de izquierdas en Catalunya, la carcasa ha quedado al descubierto. Queriendo transformar los intereses de partido en cualquier otra cosa que no pareciera interesada, han acabado quedando como los partidistas torpes, unos maquiavélicos de pacotilla.
Su peor defecto, sin embargo, este desajuste de prioridades público que hace sentir que les ha importado todo menos centrar los esfuerzos en liberar el país, podría ser su virtud: ERC tiene la herida abierta. Parece que, poco a poco, todo va quedando al descubierto, y que las circunstancias van llevando al momento perfecto para construir una organización donde no haya que excusarse en todas las luchas justas del mundo para hablar de la nuestra. Incluso cuando el partido era un vodevil y un podio de luchas personalistas, Junts no tuvo nunca ningún momento parecido, porque su dinámica interna, impúdica y netamente avariciosa, siempre ha estado bastante engrasada y vinculada a su discurso para no cortarse. De todo lo que ha pasado los últimos siete años, han salido adelante con más o menos gracia, porque, históricamente, los convergentes han vivido con un desacomplejamiento mayor el cinismo y la lucha por un poder que siempre han pensado que les corresponde. Es la diferencia entre pensar que la Generalitat es tuya o pensar que tiene que ser tuya a cualquier precio e intentar explicar por qué, cuando la Generalitat sea tuya, en realidad será de todos.
A veces, es mejor asumir el punto de ridículo que comporta el afán de poder que dedicarte a negar que lo tienes y acabar haciendo el ridículo completo. Siempre es más fácil disculpar las faltas a quien se le ven venir, hay un sentido de la traición menos profundo, por eso la disonancia entre discurso y realidad ha perjudicado más a los republicanos que a los convergentes. El punto torpe de los republicanos en su lucha por la hegemonía fallida les ha abierto un momento que les juega a favor, pero mientras los liderazgos y el poso desideologizado que han fomentado estos liderazgos todavía permanezcan, los mecanismos oxidados no permitirán convertir el defecto en virtud. Enfrentar el momento pasaría por no investir a Salvador Illa y abrir un debate interno de partido de que no estuviera cooptado por quienes lo han llevado donde está, pero con los escándalos encima y un horizonte electoral magro, romper hoy la dinámica que ha acompañado a los republicanos durante diez años, desde dentro de la dinámica y con mirada cortoplacista, no puede parecer otra cosa que un suicidio.