Isabel II del Reino Unido debió conocer el trabajo de Laurence J. Peter sobre la tendencia inevitable a la ineptitud de los que son llamados a ocupar los lugares más elevados en todas las jerarquías, desde las políticas a las empresariales. El primer corolario a destacar de su libro que lleva por título El Principio de Peter (1969) nos habla de cómo, con el tiempo, más tarde o más temprano, una persona acaba por ocupar un cargo que le va demasiado grande, hasta el límite de la incompetencia. Y ayer, en una ceremonia de coronación que dejó patente —una vez más— la falta de profesionalidad de Carlos III, entendimos por qué su madre no había pensado nunca en abdicar (e incluso se había empeñado en vivir, sin aflojar las riendas, hasta los 96 años). Carlos III no solamente parece muy por debajo de la capacidad necesaria para cumplir las obligaciones que le corresponde, sino que de empatía no da ningún indicio: no sabe ni ser ni estar. Se parece demasiado a un viejo gruñón que ha llegado a ser ungido rey en una fiesta muy cara (de entre 60 a más de 100 millones de libras según las fuentes) solamente para halagar egolatrías y poner en escena viejos ritos medievales para súbditos y turistas. Una fiestón interpretado por malos actores que interpela de manera nada positiva la condición, valores y derechos de ciudadanía del siglo XXI.
El problema que surge cuando hablamos de niveles tan altos de jerarquía es que no se puede cumplir el segundo corolario del principio de Peter: del trabajo que les corresponde a los que ya han superado el listón de la incompetencia se encargan, de hecho, aquellos otros funcionarios, asalariados o políticos que todavía no han subido tan arriba. ¿Sin embargo, cómo se puede "hacer ver" que el monarca sonríe y saluda como es debido en una situación trivialmente cómica como es una coronación atrabiliaria? ¿O cómo se puede vender al mundo que sabe tragarse los nervios en un trajín mucho más serio, cuando hay una amenaza real? Es verdad que dicen que el rey reina, pero no gobierna, pero seguramente es mucho más fácil que el dicho sea del todo verdadero cuando el gobierno tiene autoridad y el rey es del todo inmune a los brotes absolutistas. Y lo digo pensando tanto en los desenfrenos de talante y las incontinencias verbales del que se acaba de coronar en la Abadía de Westminster como del invitado que venía de La Zarzuela.
El problema que surge cuando hablamos de niveles tan altos de jerarquía es que no se puede cumplir el segundo corolario del principio de Peter: del trabajo que les corresponde los que ya han superado el listón de la incompetencia se encargan, de hecho, aquellos otros funcionarios, asalariados o políticos que todavía no han subido tan arriba
Creo que el trabajo fundamental de estos reyes es el de hacer crecer el republicanismo. Y lo están consiguiendo. Tanto en el Reino Unido como en el borbónico. Con una diferencia importante: en Londres, dicen, fueron encerrados 52 manifestantes y también Graham Smith, uno de los responsables del amplio movimiento antimonárquico británico, en la plaza de Trafalgar, donde tenía que empezar una protesta contra la coronación. En la sociedad británica y en los principales medios ya se ha iniciado una defensa fundamentada del derecho de manifestación. Según recoge The Guardian, Graham Smith, que ha hecho campaña contra la monarquía durante dos décadas, afirmó el sábado que las detenciones demostraban que el derecho a protestar pacíficamente en el Reino Unido ya no existía. Aun así, insistió en el hecho de que el movimiento por la República seguiría manifestando su sentimiento antimonárquico con un mensaje sencillo: "Carlos, no es nuestro rey, es hora de abolir la monarquía". Pero a pesar del Brexit y la dureza represiva reiniciada con la era Thatcher, a los detenidos no se les podrá acusar de terrorismo. Y en borbonia, hoy por hoy, por obra u omisión de republicanos, no sé si demasiado ingenuos, pero seguro que con unos buenos tragaderos, sí que se puede.
No hace falta que a los reyes se les vea gobernar, ni por encima ni por debajo del principio de Peter, si los gobiernos se niegan a preguntar a la ciudadanía si quieren monarquía o república. Al contrario: envuelven a los coronados, los protegen y los cobijan. No fuera que la gente juzgara e hiciera su elección, y miembros destacadísimos de diferentes ejecutivos también se llevaran una medalla al podio de la incompetencia.