Estamos hechos a base de ventoleras, forjados a golpes de vida. El viento que esculpe a una persona a lo largo de su existencia es muy diverso. Un cierzo de noroeste te dobla las ramas y un golpe de árbego te puede despeinar las alas. Las manos que modelan el barro blando también son numerosas. Artur Bladé i Desumvila solía decir que a los veinte años uno ya está editado y que el resto, a partir de entonces, son reediciones.
Los compañeros de clase son los de tu quinta, los nacidos el mismo año que tú, y con ellos vas pasando curso. Con unos intimas más que con otros. En todo caso, no los escoges, te acompañan durante un tiempo de tu vida —la inicial— por el simple hecho de haber venido al mundo el mismo año. Mantener el contacto una vez acabada la etapa escolar sí que ya es una elección personal. Coincidir en clase, no.
Asimismo, la familia te viene dada, tampoco la escoges. Cada una nace en el seno de una determinada familia que tiene una determinada manera de hacer y de ser. La sangre marca y no poco, a pesar de que como decía Gerard Vergés, "el hombre es más subsidiario de la cultura que de la genética". Y con los compañeros de trabajo pasa algo similar. Te los encuentras en la empresa porque decidisteis estudiar la misma carrera y coincidís unas horas al día desarrollando el mismo trabajo. Nada más.
Jugar a baloncesto, sin embargo, es muy diferente. Las compañeras con las que compartes equipo no son de tu quinta, no son familia, ni mucho menos estudian lo mismo que tú o tienen el mismo trabajo. ¿Qué nos une, pues? El amor por este deporte, el compromiso de jugar un partido cada fin de semana. Competir. Es querido, no casual. Chicas de diferentes edades nos encontramos tres veces por semana para entrenar una hora y media, a partir de las 20h o las 21h. Esa hora en que la mayoría de gente va a hacer una cervecita al terminar de trabajar o se instala cómodamente en el sofá de casa o empieza a hacer la cena. A aquella misma hora más de una docena de chicas de entre 17 y 45 años —¡qué enriquecimiento generacional!— empezamos a correr por el pabellón de Tortosa y las suelas de las zapatillas hacen aquel ruidito agudo al entrar en contacto con la pista. Ese roce. Y empiezan a oírse los rebotes de las pelotas sobre el parquet. Y el sonido de la red cuando se hace una canasta y la pelota entra limpia. Y el tiempo se detiene.
De pequeña aprendí que se juega como se entrena, que si en los entrenamientos no pones los cinco sentidos, después no busques que en el partido te salgan las cosas bien
Si alguna experiencia me ha ayudado a crecer como persona ha sido el baloncesto. El deporte en equipo. El baloncesto, más allá de servirte para hacer salud, te da una serie de valores que son perfectamente aplicables a la vida cotidiana y que te ayudan a andar mejor y más segura en tu día a día: la cultura del esfuerzo, la camaradería entre compañeras, el enriquecimiento colectivo, el respeto, la solidaridad, el saberte importante pero no imprescindible, el trabajo en equipo.
En mi equipo hay madres, solteras, jóvenes, no tan jóvenes, veteranas, casadas, divorciadas, espíritus libres. Mujeres que ríen y aman. Estudiantes que sacan tiempo de los exámenes para venir al partido. Trabajadoras que se cambian el turno de trabajo para poder jugar en fin de semana. Madres que dejan los hijos con el hombre o los yayos para sacar tiempo de debajo las piedras. Horas de furgoneta para los desplazamientos, ratos largos en el vestuario, tiempo de entrenamiento. Y todo eso es una elección. Escogemos hacerlo así y eso crea una unión invisible, un vínculo casi indestructible que hace que todas nosotras hablásemos el mismo idioma, a pesar de ser muy diferentes. Cada una tiene su vida y, a la vez, cada una elije encontrar un espacio dentro de esta vida suya para compartirlo haciendo deporte de equipo. Hay pocas cosas con tanta fuerza.
La cervecita después del entrenamiento, la rabia de la derrota, la alegría de la victoria, los entrenadores como puntal, los abrazos, las bromas, la concentración, el espíritu competitivo, sentir los colores del club. Estudiar sistemas de juego, equivocarte en la táctica, correr más que la rival, tomar la decisión adecuada en milésimas de segundos, saber que si tú fallas hay una compañera preparada para enmendar tu error. De pequeña aprendí que se juega como se entrena, que si en los entrenamientos no pones los cinco sentidos, después no busques que en el partido te salgan las cosas bien. Que los partidos se ganan en defensa, porque tú puedes hacer 120 puntos pero si te meten 121, pierdes. Que hay que leer el partido, entre líneas, que no siempre tienes que lanzar triples, que se tienen que aprovechar los tiros libres y mi jugada preferida: lo dos más uno, es decir, hacer canasta y que en el mismo momento te hagan falta personal que te da un tiro libre adicional. Otra manera de hacer tres puntos.
El baloncesto, especialmente el femenino, siempre suma y ahora que se acaba la temporada pienso que estos valores hacen mucha falta en el día a día cotidiano. En la vida, como el baloncesto, la cultura del esfuerzo y del respeto. Las ganas de mejorar y el no dar nunca ninguna pelota por perdida. Amar el baloncesto es amar la vida.