Con las mismas herramientas que todo el mundo construía melodías impensables y estremecedoras. Doce notas siempre magistralmente combinadas como si fueran miles. Era un mago de la música. El oboe, el clarinete y la flauta travesera casi siempre hacían acto de presencia en sus composiciones más cautivadoras y cálidas. La armónica para las películas del oeste, y el piano y los violines, habitualmente de trasfondo por allí donde él pasaba. No es posible no conmoverse con los giros armónicos que creaba. Todo lo que imaginaba lo convertía en realidad en una partitura. Era como si con su varita de director dibujara en el cielo serpentinas imposibles. Sus notas salían del pentagrama y describían en el aire líneas invisibles, sin llegar a tocar nunca el suelo, como un angelito huido del pistilo de su flor, volando sin rumbo definido.
Tenía aquel don de hacer que con solo escuchar las cinco primeras notas ya sabías reconocer la canción y los ojos tardaban poco en brillar. El oboe de firme fragilidad en el tema de La Misión, el clarinete de madera dulce en Cinema Paradiso. Y los ojos ya te brillan. La ocarina o el silbido divertidos y únicos de El bueno, el feo y el malo, los violines fluctuantes y temblorosos de Érase una vez en América. Y la piel ya la tienes de gallina. Y la sonrisa se escapa de los labios. La pieza Chi Mai, aparecida por primera vez en Maddalena, te hace contener la respiración. Hay películas que nunca se podrán disociar de su música y bandas sonoras que estarán para siempre ligadas a unas imágenes. Como un planeta y su satélite.
Sin sus bandas sonoras seríamos, simplemente, otros
Si sus piezas instrumentales son joyas, escuchadas con letra en la voz de la portuguesa Dulce Pontes se convierten en fuegos artificiales que explotan como hojas de palmera llenando el firmamento y te abrazan sin remedio. Mención especial al tema de amor de Cinema Paradiso: Era uma vez um rasgo de magia. Dança de sombra e de luz, de sonho e fantasia... Cuando ella baja al grave del corazón de terciopelo y cuando se atreve a subir hasta aquellos agudos suaves y gráciles primero, llenos de fuerza después. Y todo flota, como si no hubiera gravedad.
Ennio Morricone compuso más de 500 bandas sonoras. Una cifra estratosférica. En su cabeza rebosaban las tonadas y cuando él mismo dirigía la orquesta que las interpretaba, el tiempo se detenía para siempre. Y lo veías marcando el tempo discretamente y todo estaba en su sitio. Y todo brillaba. Él se ha ido y su legado es el mejor de los regalos, una biblia de la música incluso para los no creyentes. Sin sus bandas sonoras seríamos, simplemente, otros. Si las notas musicales fueran estrellas y las pudiéramos unir entre ellas con líneas como quien busca marcar las constelaciones, el dibujo resultante sería una maravillosa y eterna ondulación, como olas de mar sin agua poniéndole sal a nuestra vida. Un talento casi extraterrestre. Como venido del espacio.