El olor de tierra mojada te acompañaba siempre, tú y tu regadera verde paseando por el huerto mientras el yayo caminaba descalzo por la tierra y las pedrizas ―los pies en la tierra, literal― con la azada cargada al hombro y la boina o el sombrero de paja en la cabeza, que después cuando se los quitaba se le veía la calva blanquecina y toda la cara morena y nosotros nos reíamos de él y él nos guiñaba un ojo o hacía ver que se enfadaba mientras se reía por debajo de la nariz.
¿Qué tendrán las yayas que lo hacen todo bien y nos parece que nunca se equivocan? Tú, yaya Mercedes (pronunciado la ce como si fuera una ese), tenías remedios para todos los golpes, los físicos y los morales: que si fregarte cebolla para el escozor de las picaduras de avispa; que si hervir algarrobas partidas por la mitad para el dolor de barriga; que si un abrazo gigante de los tuyos, sentadas en la mecedora; que si agua con limón exprimido como solución astringente o la albahaca como repelente natural de los mosquitos. De hecho, uno de los rituales más auténticos y esperados era el que todos los hermanos hacíamos cada noche de verano antes de irnos a la cama, en el canalet ―en el huerto donde vivíais y que conservamos― y que durante todas las vacaciones escolares nosotros os invadíamos y vosotros encantados de la invasión nada sutil, no como la de Calders. Nos hacías formar a los cinco en fila india, por orden de fecha de nacimiento, delante del banco donde estaban todos los tiestos que tú regabas cada día. Allí tenías cinco macetas enormes con albahacas gigantes (o al menos nos lo parecían) y todos nosotros, uno detrás del otro, pasábamos la palma de las manos por encima de las hojas, agitando las pequeñas ramas, y después nos fregábamos la cara y las extremidades. Se quedaba en el aire un olorcillo maravilloso que yo no sé si espantaba o no a los mosquitos pero a nosotros nos daba paz y con eso ya bastaba. Y, venga, todos perfumaditos escaleras arriba hacia la cama, con algún colchón de antes la guerra que también todavía conservamos.
Cuando nos levantábamos por la mañana, fuera la hora que fuera, en la mesa de la cocina ya tenías preparados puntualmente los cinco vasos de leche con cola-cao y un montón de galletas y pan con sal y aceite (el pan con vino, azúcar y canela era para la merienda, no fuera que a primera hora estuviéramos demasiado animados) y después, todos a subir por los algarrobos, a coger las mandarinas directamente del árbol, a comer almendras todavía tiernas rompiendo la cáscara con un golpe seco de piedra encima del margen o a bañarnos en el lago, porque chicos, eso es así, en algunos huertos de las afueras de Tortosa, en la zona conocida como lo canalet, no tenemos piscinas, no, tenemos lagos (total, cuatro paredes que se levantan metro y medio del suelo y que sirven para regar los cultivos y para meternos en remojo y aprender a nadar). Una balsa, vaya, pero bien digna y a la cual tú, yaya, le tirabas piedra azul envuelta en un saquito para que se conservara mejor el agua, nada de cloro. Y si no, nos lavabas dentro del barreño, mucho mejor que una bañera, ¡dónde vas a parar!, para después sentarnos a la sombra del nogal que se erigía monumental dentro de la valona, aquel margen circular que se hace en torno a la cepa de un árbol para que tenga más tierra y sujeción.
¿Qué tendrán las yayas que lo hacen todo bien y nos parece que nunca se equivocan?
De cada cuatro frases que decías, dos eran refranes o dichos populares y de cada diez palabras, siete u ocho eran autóctonas del hablar tortosino, algunas de las cuales ya se van perdiendo o se han perdido del todo porque aquel oficio o aquella cosa ya no existen. Menos mal que uno de tus nietos se ha dedicado a eso de la filología y recupera un montón y nosotros las usamos todas allí a donde vamos, aunque en según donde la gente no nos entienda, lo hacemos orgullosos. Que si "busca un trabajo que te guste y dejarás de trabajar" (eso hago, yaya); que si "o m’has fotut o em vols fotre" (cuando te regalábamos las orejas o mis portábamos bien porque alguna cosa queríamos a cambio); que si "¡me lo quito de la pestaña!" cuando te preguntábamos de dónde sacabas el tiempo para poder hacerlo todo (o sea, que dormías menos) o aquello de "t’ha anat més just que un pany de cop" cuando aprobábamos un examen por los pelos o no nos caíamos de la higuera de milagro.
Cuando llovía le decías al yayo: "¡Ramon, abre la cisterna!". Y él iba al piso de arriba, levantaba una baldosa con argolla, giraba una especie de tapón y oíamos como la lluvia llenaba el depósito subterráneo que acumulaba el agua que después nos beberíamos. ¡Las peleas que había para ser quien sacara el agua del pozo! Tirábamos hasta el fondo el balde de cinc, con ese ruidito de la cadena rozando la polea, y una vez lleno lo volvíamos a subir haciendo toda la fuerza del mundo, ¡porque lo que pesaba para nosotros! Nos encantaba pensar que bebíamos agua del cielo. La mejor. Después, con las chanclas de goma paseábamos por dentro de la reguera llena de agua y todos valientes con el azadón al cuello te rodeábamos como si fuera gracias a nosotros que aquel huerto daba frutos. ¡Santa paciencia la que tenías! ¡El trabajo que hacíamos para hacer el simple giro de tierra que tenía que cambiar la dirección del agua hacia uno u otro surco! Para no hablar del momento de labrar cuando con el macho y el trillo removíais la tierra que nosotros después aplastaríamos descalzos, claro, como el yayo.
Dentro de aquel universo mágico de la infancia y adolescencia poco nos podíamos imaginar que tú, feliz y sonriendo y siempre entrañable, venías de perder una guerra, una hija de 23 años, un nieto de nueve y media vida en dictadura. Qué sabíamos nosotros, de tu mochila de vida... Refugiada en las montañas del Coll de l'Alba y Fullola para evitar las bombas de la aviación franquista, en plena Guerra Civil amasabas pan para cuatro familias que sobrevivíais en una masía perdida en medio de las colinas mientras el yayo luchaba en el frente del Ebro sin conocer todavía a su primera hija, nacida entre bancales y temores y que de mayor acabó exiliándose en el sur de Francia. Cada verano venían ella, el tío y los primos a pasar un mes entero y los cinco vasos de leche pasaban a ser ocho y el lago rebosaba por eso del principio de Arquímedes y los árboles ya no daban abasto para acoger tanta chiquillería en sus ramas. Y todos los primos, que nunca estábamos quieros, en bicicleta arriba y abajo (de diseño Verano azul, claro), preparando obras de teatro de estreno mundial y subiendo y bajando por los márgenes que todavía ahora no entiendo cómo no se derrumbaron. En fin, yaya, como diría Salvador Alsius en el telediario de hace décadas, en aquella sección del santoral: "Avui s’escau la Diada de la Mare de Deú de la Mercè" y todo eso me ha venido a la cabeza al recordar tu nombre, que hoy hace 25 años que celebras en el cielo, desde donde nos envías el agua que ya no nos podemos beber, que la cisterna ha envejecido peor que tú. Felicidades, yaya Mercedes. Y gracias por seguir siendo y estando.