Las únicas personas ucranianas que había conocido hasta lo que aquí os explicaré fueron dos chicas ortodoxas, en Francia. Era el verano de 2014. Me fijé en ellas porque llevaban el pelo recogido con cintas de los colores de la bandera ucraniana. Cuando me leáis ya hará una semana del estallido de la guerra en Ucrania y quizás os ocurre como a mí: os dais cuenta de que no sabéis casi nada de este país que hoy ocupa los informativos a todas horas. Por no saber, quizás no sabéis ni el nombre de su presidente, ni los colores de su bandera. Todo esto ha cambiado rápidamente y por el peor de los motivos posibles pero, pese a todo, sabemos muy poco del pueblo ucraniano. Este es el pretexto por el que esta semana salí a buscar a la comunidad ucraniana en Barcelona: quería saber quiénes son, dónde están y cuál es su estado anímico, dada la crudeza de la situación. Y así lo hice.
La primera parada fue en la parroquia de Sant Josep i Santa Mònica, al principio de la Rambla. Es una de las pocas parroquias barcelonesas donde se celebran misas en ucraniano los domingos. Actualmente es un punto de recogida de medicamentos para el conflicto. Muy temprano ya se oye desde la calle el abrir y cerrar de cajas y el crec-crec de los precintos, así que supuse que ya estaban en pie y operativos. Entré. Una chica me comentó que tenía a su madre en Ucrania, que no había podido salir a pesar de la situación, que ella no podía irse de Catalunya porque tenía dos niños muy pequeños. Mientras, otra chica no perdía el tiempo y me daba su móvil para que le apuntara mi número, pues quería pasarme el listado de medicamentos que necesitan por si tenía un momento y podía comprarlos, aprovechando que vivo al lado. En estos ucranianos rodeados de iconos religiosos reconocí la adrenalina que da el voluntariado, como un vigor que los propulsaba a concentrar todos sus esfuerzos en un único objetivo: enviar paquetes de humanidad a los que les ha tocado vivir una situación deshumanizante. Mientras estuve ahí, no pararon, de un lado a otro, dándose indicaciones. Me recordaron que hacer el bien también puede ser adictivo. Les compré lo que me pedían y subí por la Rambla.
Cuando el frío de la guerra te llega a los huesos, la comunidad, la tradición, el sentimiento de pertenencia o la solidaridad pueden confortar el alma como lo hace la fe
Segunda parada, plaza Catalunya. El busto de Francesc Macià estaba acompañado de una bandera ucraniana. Bajo unas pancartas de la cara de Putin con bigotillo sospechoso estaba Ostap Petrushchak, uno de los ucranianos que desde el 26 de febrero hace huelga de hambre. Charlamos un poco. Esta segunda conversación me sirvió para encontrar paralelismos con todo lo que me habían explicado las chicas de la parroquia. La madre de Ostap se había tenido que ir a Ucrania a cuidar a su abuela, que acababa de sufrir un ictus. Él ha dejado de comer para solidarizarse con su gente. No cree en Dios, explica, pero no deja de ir a misa porque valora la tradición y es allí donde se siente acompañado por su comunidad. Que sin creer en los fundamentos que explican la existencia de las iglesias Ostap se sintiera acogido en un entorno religioso me pareció insólito, pero comprensible. Cuando el frío de la guerra te llega a los huesos, la comunidad, la tradición, el sentimiento de pertenencia o la solidaridad pueden confortar el alma como lo hace la fe. Aguantándome la llorera premenstrual, les deseé suerte a todos y me fui.
Tercera parada, consulado ucraniano en Barcelona, casi al final de la calle Numància. No entré porque quería ver a la gente, y la gente estaba fuera haciendo cola, fumando y hablando. El ambiente estaba tenso como una mala cosa y me costó encontrar a alguien dispuesto a abrirse un poco. Muy pronto se me acercó Lilly, una señora ucraniana de Blanes que quería saber si yo era una espía rusa. Me reí, pero ella me lo preguntaba de verdad. Profesora de ruso en una academia, me dijo que ya no le apetecía hablar ruso y que estaba muy agradecida al señor Xavier, el farmacéutico de Blanes que les había regalado una caja de medicamentos para enviarla a su país. La desconfianza inicial abrió paso a una conversación de amigas. Entendí mi papel. Lilly quería que la escuchara y asegurarse de que entendía qué pasa, porque sabía que el peor enemigo del sufrimiento es el olvido y la irrelevancia. Es por eso que a veces nos volvemos monotemáticos cuando conocemos a alguien extranjero que muestra un cierto interés por alguna situación que creemos injusta en nuestro país. Mientras sentimos que nuestro sufrimiento importa, conservamos la esperanza de poder revertir la situación que lo perpetúa. Ella también tenía a su madre en Ucrania. Con los ojos anegados, me cogió del brazo y se despidió de mí. Todo lo que está pasando duele mucho.
De las guerras sale lo mejor y lo peor de nuestra especie. Lo que yo vi el lunes en Barcelona es la personalización del lado bueno de una situación que, sin esta gente, de buena no tendría nada. Sin el ímpetu de los jóvenes que organizan medicamentos, sin la firmeza de Ostap y sin la esperanza de Lilly, y de tantos como ellos, no habría nadie que defendiera la parcela de vida en medio de la muerte. Sin bondad no hay humanidad. El lunes salí a conocer a nuestros ucranianos y volví a casa con un examen de conciencia debajo del brazo.