De pronto, todo el mundo habla de la ciudad de los prodigios como si fuera suya. Quizá también yo puedo hacerlo. Al fin y al cabo, yo también nací en ella, y luego estuve viviendo en uno de sus barrios más modestos casi la mitad de mi vida. Si no seguí allí, fue porque mi padre trabajaba muy lejos del lugar donde vivíamos, y acabamos trasladándonos al Baix Llobregat, en uno de cuyos municipios resido ahora.
No sé quién tiene mayor legitimación para hablar de la Barcino bañada por las aguas que trajeron a sus tierras culturas tan diversas como para hacer de ella una tierra de aluvión, patrimonio de todos y ahora matrimonio de conveniencia de tantos. Creo que los municipios que rodean la metrópoli también deberían tener cosas que decir sobre ella. Probablemente la condición simbiótica entre la gran urbe y su área metropolitana tan diversa debería propiciar un cambio en el sistema electoral de ésta y de otras ciudades del mismo tamaño, complejidad y valor geoestratégico. Tal vez deberían serlo decidiendo de forma autónoma sobre el modo de elegir a sus representantes y sobre todo sobre la capacidad de influencia de sus políticos en las decisiones técnicas. Y no por lo que si Tabarnia o Tractoria, que cada cual usa como mejor le parece, sino por el hecho cierto de ser las ciudades el único lugar de referencia sociopolítica futura. Por su densidad poblacional, por las consecuencias medioambientales, por la ejemplaridad que generan sus políticas, o por el impacto de sus decisiones sobre la accesibilidad de quienes van ella a trabajar o hacer turismo o para intentar esconder en el grupo ingente que no tienen los papeles en regla y sí un contrato top manta con el mafioso de turno.
Esa ciudad, como tantas otras de ese tamaño e importancia, está perdiendo, a fuerza de crecer, su identidad
Por supuesto, todo tiene un precio. Esa ciudad, como tantas otras de ese tamaño e importancia, está perdiendo, a fuerza de crecer, su identidad. Salvada en parte por Gaudí y otros datos artísticos semejantes, pero hundida por esos edificios y puentes miméticos de otros en otras ciudades similares y sobre todo por el franquiciado constante de muchos de sus comercios que en algunos tramos de la ciudad hacen difícil distinguirla de otras capitales europeas. Ni hablo de la suciedad, porque eso tiene una solución muy fácil.
Por supuesto, la Carta municipal de Barcelona le otorga una autonomía normativa que no tienen Palafolls o Rosas, pero todavía vive a caballo entre lo que añora y lo que anhela, sin acabar de decidir hacia dónde mirar, sin enfrentar el reto de la conectividad total, la reconversión de la idea de propiedad inmobiliaria, o la opción entre libertad y seguridad cuando parece que todo se puede pero solo si estamos vigilados.
Dentro de la metrópoli viven ya muchas ciudades de espaldas unas a las otras, incluso la Zona Franca es un mundo en sí. Del barrio en el que me crié conservo amigos que casi no salen nunca de él, porque allí casi lo tienen todo. Como mucho tienen que estirarse un poco para ir hasta las salas de cine del centro comercial que les han colocado convenientemente cerca. Y esas ciudades viven en la metrópoli con tanta independencia unas de otras que cuando hablo u oigo hablar de “barrios”, me dan ganas de reír. Algunas de ellas fueron antes pueblos… Podemos imaginar que solo hasta un cierto punto puedan creer que forman parte de unidades mayores. No pasa nada. Eso es la fuerza de las identidades concéntricas: de Gràcia, Sants, Horta o Nou Barris a la metrópoli, la región, el país, la supraorganización, intentando que en cada unidad superior los intereses de la anterior queden recogidos en ese modelo radiante a partir de los elementos pseudoarticulados de la ciudad de Barcelona. Así debería ser, y no, como parece que se avecina, una batalla campal entre modelos de nacionalismo con alguna receta sobre vivienda, inmigración o turismo como si la ciudad durmiese, como si la ciudad viviera sola.