Hace casi una década escribí una pieza de opinión con el mismo título que encabeza esta de ahora. Me refería entonces con ese nombre a una generación a la que se le aplica una letra en vez de una definición, como se ha hecho con tantas otras, y quizás en todo caso por la dificultad para establecer casillas generalizadoras que siempre esconden excepciones gloriosas y obvian la tremenda complejidad del ser humano. El cristal, en cambio, es algo tangible y reconocible en sus características, algunas claras ventajas, otros enormes inconvenientes. Por eso la llamé así, y en alguna escuela sociológica, para mi sorpresa, ha sentado precedente, por lo que me permito ahora retomar la cuestión.
Como el cristal, la generación que nace con este siglo lo hace inmersa en el mundo digital, que es el de la prisa, el de la información acumulada (que no conocimiento, que menos aún sabiduría), y, por lo menos en lo que concierne al primer mundo, también rodeada de prestaciones y servicios que creemos conquistas irreversibles y que conforman lo que conocemos como estado del bienestar. No quiere eso decir que todos sean ricos; al contrario, en muchos casos el cristal que son nace endeblemente emplomado frente al viento que sopla en el exterior. Pero sí que en su ambiente flota la idea de que la protección del Estado habrá de extenderse donde ellos no lleguen, generando en muchos casos una mezcla de hedonismo e indolencia, además de una probabilidad creciente de frustración. La frustración de las expectativas.
La generación que nace con este siglo lo hace inmersa en el mundo digital, que es el de la prisa, el de la información acumulada, y también rodeada de prestaciones y servicios que creemos conquistas irreversibles y que conforman lo que conocemos como estado del bienestar
La generación cristal tiene, pues, ahora un par de décadas de existencia, años de los que solo los últimos son realmente conscientes y sobre cuyo futuro se acumulan las crisis de los modelos económicos y la que ha venido luego con la pandemia: no la de la salud, sino la del miedo de las generaciones de sus padres y abuelos. Un miedo que en general no entienden, pero que no les priva de tener los suyos propios. No es un miedo a la muerte, es el miedo a una vida carente de sentido, como si fuera solo materia y la materia se les escapara entre las manos.
La generación cristal es transparente, aunque a veces ese cristal puede estar cubierto por el polvo de la inactividad o agrietado por la presión del vivir a toda mecha, lo que hace que en la mayor parte anide la necesidad de que los sueños se realicen ya, porque en sus referentes (youtubers, influencers, modelos o cantantes, casi nunca escritores, pintores, escultores, arquitectos o políticos) solo se aprecia el final de éxito y no el camino realizado y, sobre todo, nadie advierte que son la punta de un iceberg en el que el famoso o exitoso asienta sus reales sobre una legión de fracasos.
Ver al que ha vencido y solo a él puede abocar al resto a la frustración. Rabia contra el mundo, contra la propia mala suerte, contra la carencia de las dotes necesarias… Pero también puede ser acicate para la esperanza y la reinvención. Los cristales dejan pasar la luz y en la buena posición, ésta acaba siendo la del arco iris, la descomposición mágica en la que se contiene el universo del color. Sus combinatorias son las del ingenio, de modo que si se predispusieran a recibir los dones del cielo, sus talentos pueden florecer multiplicados por mil, como era imposible que lo hicieran otros de conocimientos más fundamentados, de certezas recortadas y factibles. Si sabemos mirar, a través de ellos se ve a Dios, aunque a veces ellos no lo perciban, aunque les parezca que les ha olvidado y se les haga difícil saber que su valor es infinito y que todo está gloriosamente por hacer en cada nuevo instante de sus vidas.