En derecho, las intenciones cuentan, pero no tanto como los hechos. El relato de las intenciones puede trufar de buenismo un proceso penal, pero debe ser acorde con el relato de los hechos. Y dejo al margen que se suele decir que de buenas intenciones está empedrado el infierno.
En el juicio por los hechos del 1 de octubre, y desde la perspectiva de la fiscalía, la acusación popular y la Abogacía del Estado, las intenciones transforman una manifestación tumultuaria en rebelión, en sedición o, cuando menos, en la tentativa, la conspiración o la colaboración para conseguirlo. Para los acusados, todo fue simbólico. Los mismos hechos, distinto relato. Vendrían a decir que aunque siempre han querido llegar a la independencia, en la intención de ninguno estuvo nunca hacerlo “por las bravas”.
Las intenciones deberán probarse, y los hechos serán interpretados a su luz, pero también sin ella, y así nos quedará al menos esa canción de fondo de una época en la que la semiótica dio de nuevo una victoria al independentismo acunado en algunos discursos épicos, pero sin duda también una nueva imagen de la justicia, de la mano de un magistrado, Marchena, cuya exquisita educación, auctoritas, rigor procesal y paciencia pueden hacer incomprensibles las condenas que del proceso penal se puedan derivar para el conjunto o para algunos de los querellados. Llarena y Marchena hacen rima asonante. Eso, asonante.
Deberemos además decir que sí, que llegados a este punto, con una instrucción producida mientras la mayor parte de los encausados se mantenían en prisión provisional, el fallo de la sentencia está esbozado, pero del mismo modo en que podría estarlo cualquier otra en cualquier otro procedimiento. Porque en el fondo, a la vista oral el ponente (y en este caso presidente de la sala) llega empapado de la instrucción, imprescindible para entender el galimatías de preguntas y respuestas realizadas en tiempo real. Tiene que llegar con los deberes hechos, tiene una precomprensión del caso y solo manifestaciones divergentes, testificales que se tuerzan o desaparezcan, pueden variar ese rumbo. Un acusado, por principio, negará la acusación, y los papeles que puedan traerse a la causa serán los que sean sin que quepa añadírseles la intención. Con testigos como Baños o Reguant no iremos muy lejos, pero cada cual va ante los jueces para cantar su canción. Estamos entre gente de la política, nadie más se permitiría algo así.
Todos los acusados de un modo o de otro se han bajado del carro de la ensoñación de aquel fatídico día en que se declaró la independencia para luego suspenderla
Escuchando a la testigo Santamaría, que intuyo que Sánchez también habría apartado de la acusación si le hubiese correspondido a ella actuar como abogado del Estado, la realidad jurídica queda meridianamente clara: saltarse la ley tiene consecuencias, al menos eso es lo que nos ha hecho aprender a golpe de multa, embargo, sanción y todas esas acciones de fuerza que el derecho lleva a cabo casi como automatismo de supervivencia, porque el Estado es un organismo cuya principal motivación es sobrevivir. Quizás por eso quepa preguntarse si puede su derecho aplicarse igual en el siglo XXI contra dirigentes políticos pertrechados tras una eventual mayoría que supuestamente les ha dicho que había que conseguir la independencia al precio (de otro) que fuera. No es una pregunta menor, y la respuesta ocuparía un libro.
Cuando ha llegado el momento, la mayor parte, o mejor dicho, todos los acusados de un modo o de otro se han bajado del carro de la ensoñación de aquel fatídico día en que se declaró la independencia para luego suspenderla. Si lo primero no se hubiera producido, o si tras lo primero, no se hubiera producido lo segundo, tal vez podríamos quedarnos a las puertas de lo de siempre, esas en apariencia trascendentes declaraciones parlamentarias de solidaridad con tal pueblo, de apoyo fraterno a tal causa, con un mero carácter programático, con voluntad de ideario, mientras en el día a día, aunque sea poco, se sigue estando “a las cosas”. Pero no, Puigdemont sigue echando gasolina al decir en la BBC que lamenta haber suspendido la declaración de independencia, dejando así de nuevo a los procesados a los pies de los caballos, constituyendo una prueba en su contra, porque solo se suspende lo que, de no suspenderse, tiene eficacia jurídica. Quizás por eso Mas ha intentado coger la granada del suelo y devolverla a Waterloo al decir que la culpa la tiene su sucesor en el cargo por haber hecho lo que no estaba previsto.
¡Ah! Pero es que dos colaboradores de Junqueras, desde fuera de la prisión en el caso de Rufián o desde fuera de España, en el caso de Rovira, aunque hoy se diga que pertenecen al partido de la moderación, fueron los primeros pirómanos de aquel día. Es de justicia que el tuit de las 155 monedas persiga siempre a Rufián y que sus electores recuerden que lo envió y que de algún modo esa llama lo incendió todo. No todo el mundo participó del mismo modo en aquella situación y quiero creer que en la cabeza serena de nadie estaba conseguir las cosas a cualquier precio, pero tengo dudas de que todo lo que entonces pasó y que se pueda acreditar fehacientemente (solo por eso se puede condenar) se quede a este lado de la línea de la moderación y la racionalidad, porque nada entonces fue demasiado racional y aún menos moderado.
¿Cuántos condicionamientos operarán sobre los magistrados? Más de los necesarios, sin duda. El ámbito internacional también cuenta, pero a mi juicio será más desde el punto de vista técnico, con la vista puesta en la que ya se va asentando en Europa como jurisprudencia sobre garantías procesales y de la que parece que Marchena sabe bastante. Por lo demás, la constelación de datos hace difícil la posición de quienes están allí sentados, porque después de escuchar a los acusados e intentando olvidar que tienen derecho a no declarar contra sí mismos, si solo se quería contar a la gente y el recuento acabó siendo tan dramático como se apunta, ¿qué dirán ahora aquellos que constituyeron las “murallas humanas”? Somos casi siempre prisioneros de nuestro relato. Sería necesaria una anímica liberación.