Se ha instalado en el imaginario colectivo que todo el mundo cobra una pensión y que existe un derecho indefectible a cobrarla. El art. 41 de la Constitución, como otros textos homólogos europeos, establece que los poderes públicos mantendrán un régimen público de Seguridad Social para todos los ciudadanos, pero no todos los ciudadanos cobran pensión, ni ese artículo tiene otra consideración que la de “principio rector de la política social y económica”, lo que degrada su categoría de verdadero derecho a simple orientación de las políticas públicas en materia. Bien cierto es que, conceptualmente, con dificultad podría desprenderse el Estado de la obligación de propiciar un sistema de pensiones con el que la clase trabajadora pudiera subsistir en los últimos años de su vida; pero, sin duda, en los próximos tiempos las múltiples circunstancias que se han cernido sobre él pueden hacer peligrar el statu quo hasta ahora disfrutado.
La distancia entre lo cobrado durante la vida laboral activa y lo recibido en forma de pensión es en España de las más cortas de Europa, a pesar de que, en términos absolutos, los sueldos sean poco atractivos. Si a eso se suma que la pensión media está ya casi por encima del salario medio y que la esperanza de vida crece al mismo ritmo en que disminuye la natalidad, la afirmación de que el sistema es sostenible resulta cuanto menos dudosa. Si bien es cierto que gobiernos frívolos han echado mano de la caja de la Seguridad Social, aplicando a otros destinos lo que estaba destinado a las pensiones, lo cierto es que el ritmo al que crece el número de pensionistas que debe soportar cada trabajador en activo es imparable, y que la llegada a la jubilación de la generación más numerosa (los nacidos entre 1955-1970) aboca el conjunto a un colapso, habida cuenta de que la mayor parte de la población activa es masa asalariada.
Parece el sistema desconfiar del sentido común de las personas, como si todas tendiesen a comportarse más como cigarra que como hormiga. Y tal vez sea cierto, pero, ¿no contribuye esa actitud a infantilizar la población?
Pero, ¿por qué el sistema es así? Cada persona que trabaja por cuenta de otro y éste último como empresario deben depositar en la “hucha” de las pensiones una determinada cantidad (pequeña en el trabajador, grande en el empresario) a fin y efecto de llevarse luego a cabo un cómputo, crecientemente diabólico, de lo que al trabajador le corresponde cuando se jubila. Las fórmulas han ido cambiando, pero la idea es la misma: es el Estado el que ahorra por nosotros. ¿Por qué no se otorga a cada persona la responsabilidad de hacerlo? Parece el sistema desconfiar del sentido común de las personas, como si todas tendiesen a comportarse más como cigarra que como hormiga. Y tal vez sea cierto, pero, ¿no contribuye esa actitud a infantilizar la población? ¿Por qué se nos confía la elección de nuestros dirigentes, pero no nuestro futuro económico? Alguien responderá que mucha gente jamás tendrá la ocasión de ahorrar para garantizarse una pensión, pero, ¿no sería más fácil conseguirlo, si el salario en toda su extensión estuviese en manos de quien lo genera? Al fin y al cabo, nos quejamos de su nivel precario. ¿No lo sería mucho menos si se cobrase entero?
El sistema de pensiones colapsará, como lo ha hecho el volcán de La Palma que un día, como dice la ministra, será objeto de atención turística. También el sistema de pensiones será en un futuro objeto de estudio, como ese ahorro obligatorio que subrayaba nuestra fragilidad de carácter, nuestra incapacidad para hacernos dueños de nuestro destino.