El artículo 6 es el único de los 169 de la Constitución española que habla explícitamente de los partidos. En él se dice que son cauce fundamental para la participación política, cuando es bien sabido que durante años han sido prácticamente el único, aunque también es cierto que, ahora que parecen compartir tal función con otros elementos, éstos apuntan a prácticas populistas y confusas. Ese artículo dice también que expresan el pluralismo político, pero durante décadas más bien lo redujeron a la nada, pues la variante d’Hondt de nuestro sistema electoral de democracia representativa hacía muy difícil a los partidos minoritarios sacar la cabeza del agua más allá de lo testimonial. Y, por supuesto, debemos aceptar con muchas reservas que los partidos concurran, como afirma el texto constitucional, a la formación de la voluntad popular, pues lo que constatamos de forma reiterada es que defraudan las expectativas de sus votantes cuando incumplen su propio programa electoral.
La Constitución les exige además que su estructura y funcionamiento sean democráticos, sin especificar en qué consiste tal obligación, pero la vigente ley de partidos políticos, reconociendo que son asociaciones privadas que tienen incidencia en la arquitectura constitucional, dice que sus dirigentes deberán ser elegidos mediante sufragio universal libre y secreto, intentando con ello emular las elecciones que se realizan a los diversos niveles de gobernanza del país. Y digo emular porque si de las elecciones locales, autonómicas y generales sabemos que la victoria está directamente relacionada con los recursos económico-mediáticos que se les pueda dedicar, de las elecciones en el seno de los partidos podemos decir lo mismo.
Pero analicemos, pues, el grado de calidad democrática de unas primarias. ¿Qué candidatura tiene mayor probabilidad de ganar? La llamada candidatura “oficial”, también llamada más despectivamente “del aparato”. Y ¿por qué tiene mayor probabilidad de ganar? Porque el propio partido le provee de las dos materias del triunfo: información y dinero, algo que hace la carrera desigual desde el principio. Debemos asumir que condicionará nuestro sistema político futuro lo que se decida tan poco democráticamente dentro de ese y de todos los demás partidos. Porque en todos ellos la pantomima de las primarias transcurre por los mismos cauces, sin, por cierto, la menor rigurosidad de fe pública en la proclamación de sus resultados.
Se dice en la Ley de partidos políticos que podrá ser declarado ilegal el partido que vulnere los principios democráticos, mediante, entre otras el fomento o la legitimación de la violencia como método para la consecución de objetivos políticos
Las primarias de los partidos no responden a las exigencias constitucionales y legales, y de hecho, dicho sea de paso, tampoco parece que las que puedan haber sido más democráticas dieran mejor resultado que las amañadas en beneficio del aparato. En cualquier caso, tampoco son muy democráticas ciertas prácticas que, sobre todo utilizadas por partidos que se arrogan la “radicalidad democrática”, se suelen amparar en la libertad de expresión, como si ésta no tuviera otro límite que lo que no le gusta a quien la esgrime. El asalto e intento de ocupación de la sede del PP por miembros de Arran, con una diputada y un exdiputado a la cabeza para acabar de adobar el despropósito, es otra forma de violentar la democracia. Se dice en la Ley de partidos políticos que podrá ser declarado ilegal el partido que vulnere los principios democráticos, mediante, entre otras el fomento o la legitimación de la violencia como método para la consecución de objetivos políticos. No puede ser más sencillo, ni más compartido por el común de los mortales, por más que se haya criticado la ley que lo enuncia. Y no puede utilizarse cínicamente la idea de que esa violencia sólo responde a la violencia institucional o del mercado capitalista, expresiones muy queridas y utilizadas por los grupos antisistema, porque la gran diferencia entre estas violencias y aquélla es que sobre aquélla no hay duda ninguna, no es una metáfora, ni algo que dependa de nuestra ideología o nuestra concepción del mundo. La violencia física es la que condenamos siempre (esos que la han ejercido mientras se las dan de antibelicistas), la que condenamos cualificadamente cuando se ejerce sobre el vulnerable, o cuando cae sobre una minoría, nos sea esa minoría simpática o no.
No es el proceso por la independencia lo que ha dañado el asalto a la sede popular. Lo altamente dañado es el Govern de la Generalitat y, en última instancia, Catalunya, en la medida en que tiene a este tipo de activismo como actor preferente en la toma de decisiones, como condicionante último del tempo y las formas del debate, como amo y señor del PDeCAT y de ERC. ¿O es que habríamos imaginado esos dos partidos, con tradición de gobierno, con responsabilidad institucional, capaces de formular un “o sí, o sí” si no fuera por la sombra alargada de la peor cara del autoritarismo (la que dice ejercerlo para la liberación del pueblo) que ha sido capaz de generar el país?