Esta semana da, jurídicamente hablando, para mucho comentario. Se ha aprobado la renta mínima vital, sin que se entienda por qué no se pide a cambio llevar a cabo ningún tipo de trabajo de los muchos que se acumulan y que podrían entenderse como servicios a la comunidad: por poner un ejemplo, ¿para qué queremos jornaleros senegaleses, con el consiguiente problema provocado este año (justo este año) por el alojamiento, si aquí hay un porcentaje de paro que, sumado al camuflado en la selva de los ERTE, debe andar ya por la cuarta parte de la población activa? Porque mi sensación es que a renglón seguido y en un país como el nuestro, al así “rentista” tal vez se le ocurra completar la ayuda con algo de trabajo extraoficial, de tal manera que el tema, tan recurrente entre la izquierda, de combatir el fraude fiscal no irá a menos, sino a más: el empresario no podrá superar la oferta de renta vital más trabajo en B, ni el trabajador querrá incrementar el esfuerzo por el mismo precio.
Claro está que nuestros políticos seguirán pensando que el fraude a combatir es el de esas grandes fortunas que en cuanto azuzan a sus titulares siempre pueden largarse a otro país, de modo que ni un pez ni el otro podrán pescar por más que se empeñen. La red vacía significará un incremento de impuestos a la sufrida clase media, tal vez menos accidental de lo que podamos creer, porque piensen nuestros gobernantes que sea una buena noticia apearlos de tal condición y sumarlos a la famélica legión de sus votantes.
Tanto en la libertad de expresión, como en la regulación de la economía, nada ni nadie tiene un ámbito ilimitado de actuación
Pero sigamos, porque junto a la renta mínima vital esta semana ha visto la luz el decreto de Donald Trump para acogotar a las redes sociales, esas que otrora le fueron tan queridas. No sé si casa bien la sorpresiva norma con la sacrosanta primera enmienda de su Constitución, esa en la que se reconocen la libertad de expresión y la de prensa entre otros derechos civiles. Pero, en fin, siempre cabrá decir que las redes no son medios de comunicación o que, si lo son, no pueden aplicarse una libertad que estaba pensada para formatos mucho más acotados, léase controlables, identificables, monitorizables. Y vean, en todo caso, cómo el presidente Sánchez debía de tener información privilegiada, porque sus anuncios y amenazas sobre la creación de un a modo de Ministerio de la Verdad iban en la misma línea.
Pero la estrella de la semana por lo que a nuestro ámbito más local se refiere es la repercusión que ha tenido en Catalunya la reciente sentencia del Tribunal Supremo, en la que declara que no pueden colgarse banderas no oficiales en fachadas de edificios públicos. No sabemos si eso quiere decir que tampoco se puede en entornos adyacentes, pero en todo caso, en razón del deber de objetividad y neutralidad de las administraciones públicas y cuando ya ha dicho algún jurista que no tiene sentido la prohibición porque todo lo que no está prohibido en la ley está permitido, creo que está claro qué quiere decir neutralidad, está claro que para el poder público el principio de libertad reza al revés (lo que no está permitido lo tiene prohibido) y en última instancia se trata de un problema competencial que tal vez se vería distinto si fuera la comunidad autónoma la que tuviera que enfrentarse a sus consistorios. O lo que es lo mismo, ¿es la autonomía municipal tan ilimitada como para poder establecer a ese tan pequeño nivel (la mayor parte de los municipios españoles tienen menos de mil habitantes) y por mayorías cambiantes qué símbolos reflejan el sentir institucional del conjunto? En eso, como en la libertad de expresión, como en la regulación de la economía, nada ni nadie tiene un ámbito ilimitado de actuación. Quizá ésa sea la única y modesta verdad que conecta rentas, redes y banderas.