Es noticia en los medios de comunicación de todo el mundo. Ha propiciado la crítica a ministras insensibles que hablan ahora del potencial turístico que la zona tendrá en el futuro. Supone la desgracia personal de cuantos han visto arrasadas sus casas y negocios como si se tratase de construcciones de papel. El volcán de La Palma, que lleva ardiendo tantos días como para que vayamos camino de acostumbrarnos, es, además de todo eso, el mejor ejemplo y metáfora de las contradicciones que acompañan a la humanidad desde el origen. Y sin olvidar el dolor y las múltiples aproximaciones jurídicas que se están haciendo al modo de paliarlo por parte del Estado, las compañías de seguros y algunas personas altruistas, hay que recordar que este rugido de la tierra ya se produjo igual siglos atrás, cuando nadie aventuraba cambio climático alguno, de modo que ahora cuando el G-20 se ha propuesto (siempre para luego) tantas cosas, resulta una ironía comprobar cómo a la propia tierra no se le puedan imponer los objetivos tan pomposamente acordados, y que es capaz por sí misma de emitir todos los elementos contaminantes que se pretenden prohibir en esas cumbres.
La pérdida de lo material ha borrado la noticia mayor en esta desgracia y es que ni una sola víctima mortal ha tenido que lamentarse desde que el volcán se activó
La naturaleza nos recuerda salvajemente que sus tiempos no son los nuestros y que la razón que pretendemos aplicar a nuestro paso sobre ella se vuelve inútil, infantil, inconsistente cuando los elementos se manifiestan en todo su poder. De ahí, quizás, que, en los albores de la filosofía, entre los pensadores anteriores a Sócrates se argumentara que todo en nuestro mundo está compuesto por cuatro elementos: el aire, el agua, el fuego y la tierra, cuya combinatoria alcanzaría incluso a dar sentido a la humanidad. Sin duda, algo más que lodo primigenio alienta en las personas, tanto como para ser conscientes de los desastres que somos capaces de generar; pero no faltaba razón a Empédocles y los suyos cuando observaban el cosmos en un juego constante entre variables de resultado para nosotros tan desconocido como despiadado.
El tiempo ha pasado, la ciencia ha avanzado para ser capaz de prever ciertas catástrofes, pero de tanto en tanto un tsunami, un huracán o esos dedos de fuego que también se describen en el Apocalipsis de san Juan para un final que no se sabe si es del mundo, del hombre, o de cada individuo concreto, vienen a ponernos de nuevo en el lugar que nos corresponde. De hecho, la pérdida de lo material ha borrado la noticia mayor en esta desgracia y es que ni una sola víctima mortal ha tenido que lamentarse desde que el volcán se activó. En la pirámide de Maslow, una vez la supervivencia física está asegurada, queda todo lo demás, que no es poco, porque con mayor o menor intensidad, nos apegamos a las cosas, donde encajamos nuestra identidad hasta hacer que perderlas haga de quienes se quedan sin ellas también víctimas. Siempre me he preguntado por qué se empeñan las comunidades humanas en permanecer en entornos donde las catástrofes naturales son recurrentes. La Palma puede ser un buen ejemplo de que, en el fondo, también en el supuesto ser racional, la mayor parte de las decisiones se toman desde la emoción, desde el corazón, desde el misterio. Porque es todo un misterio querer vivir bajo un volcán.