Quim Monzó ha publicitado en La Vanguardia que se jubila de aquello que los cursis denominan “articulismo” y que la gente normal, medio leída y discípula de Harold Ross (como el escritor mismo y servidora), llamamos literatura periodística. Después de 50 años de obra y de miles de textos en su haber, Monzó puede dejarlo cuando le salga del arco del triunfo, y por los motivos que de allí le surjan, faltaría más. Pero se agradece la honestidad de nuestro Premio de Honor, cuando dice que se larga de la página diaria porque está cansado y aburrido tocar los mismos temas de siempre, aunque los protagonistas de la cosa vayan cambiando. Uno podría pasar que eso son cosas de la edad y que Monzó abandona la literatura —cómo lo hizo el adorado Joe Mitchell— porque ya no se reconoce en esta ciudad suya, país o incluso planeta. Aunque ese fuera el caso, diría que el tedio monzoniano (y su consecuente jubilación) no es un paripé y, justamente por eso, hay que tomarlo como una advertencia.

La literatura periodística de opinión es uno de los géneros fundamentales de la literatura catalana y es de los pocos ámbitos en los que nuestra letra puede superar la mayoría de las culturas del mundo. La contemporaneidad literaria se hace en el periodismo —con Sagarra, Ors y Pla, en este orden— y, sea por vocación o supervivencia, la mayoría de nuestros grandes prosistas han vivido el periodismo como una rama fundamental de su arte (de hecho, la letra opinada literaria nuestra es prácticamente equivalente al dietarismo). A diferencia de otros géneros, el arte de la columna, la crónica o el reportaje necesita la gasolina de una realidad que prácticamente se muera por convertirse en letra. No es casualidad, por lo tanto, que nuestro periodismo crezca en épocas de alta ambición nacional, como el caso del Noucentisme, o los momentos previos al 1-O (sobre esto último, por cierto, alguien tendría que hacer una tesis doctoral), dos periodos históricos en los que los escritores comprendieron que con el catalán se puede volar donde sea.

Habría que empezar por una cosa tan sencilla como preguntarse por qué uno de nuestros mejores escritores en catalán no tiene ningún incentivo para seguir escribiendo

En este sentido, entiendo perfectamente que Quim cuelgue las botas justo ahora, cuando Barcelona vive uno de sus periodos de decadencia más evidentes y Catalunya se enfrenta a un nuevo intento de pacificación autonomista. De etapas así, ya hemos vivido y eso, a menudo, ha comportado que la literatura reaccione al embotamiento con toneladas de fantasía. Pero ahora estamos a punto de iniciar una etapa marcada por el aburrimiento; y del tedio se pueden escribir muchísimos tratados filosóficos, pero resulta muy castrador a la hora de hacer literatura. En la entrevista con Magí Camps en la que confiesa que lo deja, Monzó habla del aburrimiento como uno de los motores que le hizo empezar a escribir. No dudo del hecho; pero la oscuridad de los años sesenta y del franquismo no tiene nada que ver con eso nuestro de ahora, una época de una náusea más difícil de combatir, que mezcla la falta de ambición individual-nacional con el enquistamiento del vacío de la sociedad del espectáculo.

Ahora que Monzó abandona nuevamente (ya dijo que dejaba de escribir libros, escudándose falsamente en la lacra de la piratería de textos en internet), es una buena ocasión para reflexionar sobre su legado literario y su indiscutible condición de clásico de nuestra cultura. De hecho, habría que empezar por una cosa tan sencilla como preguntarse por qué uno de nuestros mejores escritores en catalán —que se encuentra en una edad de oro en la que la mayoría de sus colegas europeos todavía son activos—, no tiene ningún incentivo para seguir escribiendo, un gesto que en cualquier país serio sería analizado más allá de cuestiones de carácter personal o de la voluntad de Quim de querer aprender a jugar la butifarra con los camaradas pensionistas. También, ya que estamos, habría que averiguar por qué uno de nuestros mejores prosistas se ha pasado años escribiendo en La Vanguardia, pero dedicando escasísimos artículos a la política catalana, incluso en los años en los que el país se encendía de lo lindo.

Dicho esto, gracias por el trabajo, querido Muy Honorable. Nosotros continuaremos con la tabarra, qué remedio; prisioneros del mismo tedio, pero con un poco más de energía y esperanza de calendario. Sobre todo, cuando te aburras de la butifarra, corrige los cuentos inéditos, por lo que pueda pasar, que luego llegan los editores y te hacen auténticas chapuzas. Nos vemos un día, si quieres, la Isla de Maians.