Esta semana ha fracasado, por culpa de todos y por culpa de nadie —como suele pasar, salpicado con una lluvia de reproches—, la reforma de la ley mordaza. En el programa del gobierno más progresista de la historia figuraba no su reforma, sino su derogación.
Menos lobos, caperucita: de la derogación pasamos a una reforma. Una reforma que la internacional autoritaria (en la piel del toro, representadas bicéfalamente por la extrema y la extremísima derechas), de la cual su ariete son los sindicatos policiales con su eterno contra todo lo que se mueva, es decir, un universal a por ellos, ha sido la coartada de no aceptar la retirada de las pelotas de goma, de efectos demoledores, como bien sabemos. Lo mismo ha pasado con el mantenimiento de las devoluciones en caliente, confundiendo personas con productos en mal estado, y las famosas faltas de respeto, como si los encuentros entre policías y ciudadanos —sí, ciudadanos— fueran un baile en Versalles. La resistencia del, multicondenado en Estrasburgo por su vulneración de los derechos fundamentales, ministro del Interior no ha sido menor. Desgraciadamente, ERC y Bildu han picado, y MpuntoRajoy, como el Cid, gana victorias después de muerto: su ley perdura que perdurará.
Hay que precisar que la ley mordaza tiene una autoría más directa, la del inefable Fernández Díaz, no sabemos si ayudado por el ángel de guardia del día. Uno de los puntos rectores de esta norma contrahecha es el derecho a la tranquilidad de los ciudadanos (art. 1. 2.): ni en el franquismo se había llegado a tanto en la exageración autoritaria del orden público. Y, a partir de aquí, venga, a por todas.
Reformar la ley mordaza es un imperativo de decencia democrática y, como mínimo, una patada en la espinilla al autoritarismo rampante, siempre deseoso de fagocitar el ejercicio de los derechos más básicos de los ciudadanos
Por eso, hoy, sin la reforma de los puntos en los que se había llegado a un acuerdo (reducción de multas en general y en particular por tenencia de cannabis y otros estupefacientes, supresión de la desobediencia en materia de prostitución en la calle, no sanción de las manifestaciones sin comunicaciones, ni de los convocantes por los desórdenes producidos en estas, ni de las manifestaciones estilo "rodear el Congreso", ni del top manta ni de varias formas de okupación; además, aviso previo imperativo en la disolución de las concentraciones en la calle, solo dos horas para identificar en comisaría, apaciguar la ilusoria presunción de veracidad de las denuncias policiales...), la situación de quedar igual que bajo Rajoy es peor. No cada día la política de máximos, es decir, asaltar el cielo, es posible y el martes pasado, con la no aprobación del dictamen de la Comisión de Interior del Congreso, se perdió una ocasión de oro para suprimir o apaciguar disposiciones de esas que mantenerlas y volver a leerlas hacen enrojecer a cualquier demócrata. Los avances no eran espectaculares, ya que ciertas líneas maestras perduraban, pero la reforma era un paso adelante.
No haber modificado, hasta donde parecía posible, es un error que hay que reparar mejor mañana que pasado mañana. Procedimientos hay, como las proposiciones de ley, es decir, a iniciativa parlamentaria, exactamente como era la que decayó esta semana, impulsada por el PNV. A ver si ahora resulta que el TC más reaccionario de la historia, en su Sentencia 172/2020, fue más atrevido que nuestra clase política al imponer una interpretación constitucional a los desorbitados arts. 36.23, 37.3 y 37.7 de la ley mordaza.
Reformar —olvidada ya la derogación— la ley mordaza es un imperativo de decencia democrática y, como mínimo, una patada en la espinilla al autoritarismo rampante, siempre deseoso de fagocitar el ejercicio de los derechos más básicos de los ciudadanos. Esta vez no ha habido la suerte de un error del más avispado de la clase, como pasó con la reforma de la reforma laboral, y la ciudadanía, ante el furor sancionador/recaudatorio de las policías/administraciones, lo seguirá pagando injustamente.
Cierto es que la transacción parlamentaria con esta y otras normas responde también al estado de las relaciones entre los partidos que se conciertan para sacarlas adelante. No siempre el clima es el mejor. Pero ni el electoralismo ni una cierta, por así decirlo, ingenuidad, pueden hacer perder de vista lo que conviene de todas todas a la ciudadanía.