Para muchos, la Navidad tiene dos caras: una idílica y esplendorosa como un anuncio de Ferrero Rocher, y una en la que los silencios y la evidencia de que el tiempo pasa lo empapan todo. En casa, empezó a faltar gente cuando yo era tan solo una adolescente; primero un abuelo, después el otro. El ambiente desganado contrastaba con la bandeja de carn d'olla, ufana, que presidía la mesa. Incluso la luz con la que he almacenado estos recuerdos parece distinta, más tenue que la luz con la que he almacenado los recuerdos de la época en la que estábamos "todos". La primera muerte próxima, sobre todo cuando todavía no tienes un pleno entendimiento de lo que supone morirse, es un toque de atención imprevisto: el tiempo no se lleva solo las cosas, también se lleva a la gente: a la gente a la que amas, a la gente en la que te repliegas cuando las cosas no van bien, a la gente que ha hecho posible que en Navidad puedas ser todo tristeza o todo alegría, porque te ha dado el cuerpo que tu alma habita. La gente que ha hecho que estés vivo también puede morirse. Desde la primera ausencia, es como si hubieran pintado el comedor de casa de mi tía, donde nos sentamos todos juntos el día veinticinco, de color gris.
Durante unos cuantos años, en mi familia hemos celebrado la Navidad sin abuelos, pero también la hemos celebrado sin niños: todos éramos adultos. Cuesta mucho pensar en una forma en celebrar la Navidad sin niños, cuando, precisamente, en Navidad celebramos que Dios nos ama tanto que se hizo niño: un bebé en un pajar, indefenso, dependinte del pecho de su Madre. Navidad es, esencialmente, una celebración de los niños y para los niños, para hacernos participar de su gozo y para encontrar nuestra propia ilusión en todas sus primeras veces. El niño se maravilla ante todo y nos recuerda que maravillarnos amte todo y no dar nunca nada por sentado, es el único modo de aspirar a una felicidad verdadera, fuera de los cinismos y los resentimientos a los que nos empuja la vida adulta y la conciencia del mal del mundo.
El veinticinco idílico son todos y cada uno de los veinticinco que vivimos, con nuestros reencuentros y nuestras ausencias
Durante unos cuantos años, en mi familia hemos celebrado la Navidad sin ningún testigo infantil, pero mi primo tuvo una hija en abril de este año y la rueda ha vuelto a girar. Así funciona el día veinticinco: el juego de sillas en las mesas de cada casa por Navidad es una stop-motion del paso del tiempo. Todo se mueve, por eso no hay ninguna cara A ni ninguna cara B: el veinticinco idílico son todos y cada uno de los veinticinco que vivimos, con nuestros reencuentros y nuestras ausencias, con el arañazo del dolor todavía fresco o con la alegría renovada que creíamos que ya no volveríamos a probar. Por Navidad las emociones pesan más que nunca porque todo es comparable, como una pieza de rompecabezas exacta, a la Navidad anterior, pero la oportunidad de poder comparar algo y la evidencia de que, a pesar de todo, los que estamos aquí todavía nos acompañamos, es el secreto que Dios nos deja preparado al final del calendario de Adviento.
Es de justicia celebrar los puestos nuevos en la mesa de Navidad con una complacencia proporcional a la pena con que la lamentamos los puestos vacíos. Y es el mandato del Niño que viene a salvarnos que, cuando pensamos que nada puede cambiar y el desconsuelo es para siempre, lo miremos y busquemos en Él toda esa esperanza que nos falta sin perder el vigor. De hecho, Él viene a buscarnos porque no pierde nunca la esperanza en nosotros. En la mesa de Navidad está todo: lo que muere y lo que nace. El veinticinco hace de bisagra entre los que estamos aquí y los que ya están en el cielo para que, sintiendo su ausencia, también podamos sentirlos con nosotros. Solo hay que poner en marcha la mirada sobrenatural para ver que celebrar el nacimiento de Jesús es celebrar todas las compañías, porque, en el fondo, es celebrar la posibilidad de amar. Una mesa puesta el día veinticinco son las raíces a la vida mortal y a la conciencia del paso del tiempo, pero también es la escalera a la vida inmortal y el recordatorio de que, cuando nos toque irnos y subir por la escalera, los que hoy nos faltan son los mismos que vendrán a recibirnos.