Recuerdo que cuando era pequeño e iba con la escuela a pasar unos días a Inglaterra para aprender inglés, los maestros siempre nos advertían de que seríamos deportados de inmediato si nos pillaban robando, aunque fuera una simple chocolatina, que básicamente era el centro de nuestras atenciones. Ni se me había pasado por la cabeza robar nada, ni en Inglaterra ni en Catalunya, pero ese aviso nos parecía, a mis compañeros y a mí, lo más natural del mundo. En un país que te acoge, no solo tienes que comportarte como sus habitantes, sino que todavía debes comportarte mejor, porque eres un huésped y tienes que causar las mínimas molestias. Por eso nos comportamos mejor y somos más cuidadosos en casa de los demás que en la nuestra. Y cuando vas a otro país no solo te representas a ti mismo, sino que representas de hecho a tu comunidad nacional; por eso cuando viajamos por el mundo decimos que los japoneses son tan educados y otros (todos sabemos cuáles) no tanto.

Cuento esta anécdota personal porque esta semana se ha publicado la última Enquesta de Serveis Municipals de Barcelona, ​​una de las más amplias que se realizan en la capital, con unas 6.000 entrevistas. El estudio constata que la inseguridad es la principal preocupación de los barceloneses. Un 27,7% de los encuestados la sitúa como primer problema, un incremento de cinco puntos (¡cinco puntos!) en relación con la misma encuesta del año pasado. Es del todo normal que la gente tenga esa sensación de alarma si conocemos, día sí y día también, nuevos casos de apuñalamientos y robos, a los que hay que añadir los casos graves de delincuentes multirreincidentes que son detenidos decenas de veces para ser puestos sistemáticamente en libertad y poder seguir robando. Las leyes no funcionan y los juzgados están colapsados, y los criminales lo saben muy bien. Ante esta situación, el desánimo se extiende entre ciudadanos, policías y alcaldes. Bien, no entre todos los alcaldes, porque Ada Colau, cuando era alcaldesa, reducía esta realidad a “un problema de percepción”, para añadir literalmente que “la derecha exagera”. Justificaba así su falta de acción política en este ámbito y lo convertía en simple munición de la batalla ideológica. Esa inhibición durante ocho años ha degenerado en la situación particularmente grave que vivimos en Barcelona en materia de seguridad y que la última encuesta oficial pone claramente de manifiesto.

Catalunya no es un supermercado donde se puede llenar el carrito en el pasillo de los derechos, sino que hay que llenarlo también en el pasillo de los deberes

Ante un problema grande cabe pedir medidas grandes. Es necesario reformar el Código Penal para eliminar la impunidad de la que gozan un puñado de delincuentes multirreincidentes, sean extranjeros o no. Hay que sacarlos de las calles y meterlos en la cárcel, y enseguida se notará el efecto y bajará la percepción de inseguridad. Porque el problema principal son las decenas de multirreincidentes, que acumulan miles de detenciones sin consecuencia alguna. Pero no es suficiente con el endurecimiento de las penas, sino que hay que ir más allá y hacer cumplir la ley que contempla la expulsión de los delincuentes que no sean ciudadanos del Estado. En resumidas cuentas: en este país nuestro son bienvenidos los que llegan a trabajar y a integrarse. Se lo ponemos muy fácil, ciertamente. Hace siglos que lo hacemos. Ahora bien; los derechos van acompañados de deberes. No hay una cosa sin otra. Catalunya no es un supermercado donde se puede llenar el carrito en el pasillo de los derechos, sino que hay que llenarlo también en el pasillo de los deberes. Es un café con leche, en el que ya no puedes separar el café de la leche, ni a la inversa. Y quien no cumpla con los deberes no debe tener derecho a los derechos, y nunca mejor dicho.

Hay quien, como Ada Colau, quiere convertir esa cuestión tan obvia en un debate ideológico, contraponiendo demagógicamente la seguridad a la libertad. Es un clásico catalán, el pensamiento políticamente correcto y rehuir con excusas todo lo que encontramos feo. Sin embargo, este discurso que contrapone la seguridad a la libertad es exactamente a la inversa: sin seguridad no hay libertad de ningún tipo. La libertad de movimientos, de circular por la calle de noche, de abrir una tienda, de alquilar o poner un piso en alquiler, la libertad de orientación sexual, la libertad religiosa y cualquier otro queda vulnerada y coartada sin seguridad. Tanto es así, que me atrevo a afirmar que la seguridad pública es la primera política social de un país, porque las clases más acomodadas pueden proveerse la seguridad por otra vía, por ejemplo, contratando seguridad privada. Por el contrario, las clases populares solo dependen de la policía y la justicia para garantizar su seguridad.

Este tema requiere, por tanto, coraje por parte de nuestros representantes. Requiere convicción y ninguna duda. No tiene razón quien grita más ni quien tiene la pancarta más grande, sino que tiene razón quien tiene razón. Y es necesario mirar bien los datos sociológicos, como el estudio antes referido. En este tema, la gente va por delante de los políticos, como en tantos otros asuntos. Además, los primeros interesados ​​en repatriar a los delincuentes extranjeros (multirreincidentes o no) son la inmensa mayoría de personas extranjeras que viven en Catalunya y cumplen rigurosamente con sus obligaciones ciudadanas. De hecho, esto ya ocurre en otros países, donde los residentes de origen migrante son particularmente contundentes a la hora de exigir la repatriación de los extranjeros que cometen delitos. Es mucho más fácil criminalizar a toda una comunidad, por ejemplo por parte de la extrema derecha, si algunos de sus miembros comentan delitos con absoluta impunidad. Por tanto, no solo tendremos un país más seguro, y con esto ya sería suficiente, sino que desarmaremos algunos discursos extremistas, racistas o populistas.