Según todos los ensayos políticos de los politólogos estadounidenses, el mejor candidato electoral siempre es el presidente. Es el más conocido, el más capaz de recaudar fondos, el que tiene mejor desplegadas sus fuerzas en todo el territorio y el que suele tener a todo el partido remando a su favor. Pero a veces, el candidato presidente pierde. Esto ocurre cuando un hecho imprevisto hunde la popularidad del presidente y cambia el ciclo político.
Le ocurrió a Jimmy Carter con la Crisis de los rehenes, cuando unos estudiantes iraníes asaltaron la embajada de EE.UU. en Teherán y tomaron rehenes. El suceso monopolizó la campaña de las presidenciales de 1980, con un Carter que, fracasando en todas las operaciones de rescate, transmitió una imagen de debilidad, que aprovechó su contrincante republicano, Ronald Reagan. Y también le ocurrió al propio Donald Trump, que no entendió las consecuencias de la pandemia del Covid ni supo gestionarla, haciendo declaraciones absurdas mientras las funerarias se colapsaban por el alud de cientos de miles de muertos. Joe Biden —un candidato mediocre impuesto por el anquilosado aparato del Partido Demócrata— ganó las elecciones sin apenas moverse de Delaware.
La base del orgullo nacional de Estados Unidos es la conciencia de ser la primera potencia mundial. La debilidad y la vulnerabilidad es la peor referencia de un candidato. El ataque a las Torres Gemelas y el desastre de la guerra de Irak humillaron la presidencia de George W. Bush, y la incapacidad para resolver la guerra de Afganistán, el conflicto con Irán y los ataques de Estado Islámico (ISIS) a ciudadanos americanos, deslució lo que debía ser el final feliz de la presidencia de Obama.
En la crisis política de Estados Unidos está en juego no solo el resultado de unas elecciones, sino el equilibrio del sistema político-institucional de la primera potencia y, de hecho, el inicio de un nuevo orden mundial sin la referencia moral y democrática de los padres fundadores de la Unión
Joe Biden es ahora mismo la imagen de la debilidad, contrapuesta al papel de hombre fuerte y valiente, el macho alfa, que representa Donald Trump, especialmente después de la habilidad con la que ha reaccionado al atentado de Butler, Pensilvania. Sin embargo, no es este el principal motivo que angustia a los dirigentes demócratas, porque el objetivo ya no es tanto ganar las elecciones, sino resistir una ofensiva republicana que puede desequilibrar el sistema democrático de Estados Unidos.
El proceso de cambio de candidato del Partido Demócrata a la presidencia de Estados Unidos solo es posible si renuncia el presidente-candidato, Joe Biden, y, también, con qué condiciones lo hace. Y, aun así, la nominación de un nuevo candidato supone un procedimiento complicadísimo, de reglamentos y de distribución de los fondos recaudados, de resultado también incierto. Si Biden renuncia, el relevo casi automático en la candidatura a la presidencia es la actual vicepresidenta, Kamala Harris, quien en las encuestas no mejora los pesimistas pronósticos de Biden. Por eso, conspicuos líderes demócratas, como Nancy Pelosi, piden no solo la renuncia de Biden, sino también una convención abierta, más difícil para la nominación de Harris.
Si prohombres demócratas, Obama incluido, se han movilizado para convencer a Biden de su renuncia, es porque son conscientes de que en esta crisis está en juego no solo el resultado de unas elecciones, sino el sistema político de la primera potencia, con secuelas suficientes como para provocar un nuevo orden mundial, en el que los valores fundacionales de Estados Unidos —la libertad y la democracia— dejarían de ser referencia principal en el conjunto del planeta
Donald Trump ha elegido como candidato a vicepresidente al senador de Ohio JD Vance, un self-made man de 39 años, que, si ahora gana Trump, será inequívocamente el candidato a las presidenciales de 2028, ¡¡¡y estaría en condiciones de prolongar el mandato republicano hasta 2036!!! Y si, ahora mismo, el Tribunal Supremo —que marca el rumbo político-moral del país— está dominado por seis jueces conservadores de los nueve que componen la Corte, en los años que vienen la cuota puede convertirse en absolutamente desequilibrada, hasta provocar una crisis constitucional.
La nominación de JD Vance, de 39 años, como candidato republicano a la vicepresidencia dibuja un futuro de hegemonía conservadora en Estados Unidos hasta el año 2036
Y eso no es todo. Las elecciones de noviembre renuevan la Cámara de Representantes y 33 senadores de los 100 que componen la Cámara Alta. Los republicanos tienen ya mayoría en la Cámara Baja y no hay indicios de cambio, sino más bien lo contrario. En cuanto al Senado, los demócratas son ahora mayoría, porque decanta la igualdad la vicepresidenta Kamala Harris, en función de presidenta. Sin embargo, de los 33 que se renuevan, hay 23 demócratas y solo 10 republicanos y las perspectivas son muy pesimistas para los demócratas. Lo tienen difícil en estados como Montana, Ohio y Virginia Occidental, donde Trump ya ganó en 2016 y 2020. Además, los demócratas defienden escaños en seis estados que Biden ganó por un margen de un solo dígito, Wisconsin, Pensilvania, Nevada, Michigan, Minnesota y Maine. Es decir, que, hoy por hoy, la perspectiva es una hegemonía conservadora en todas las instituciones durante casi una generación, lo que cambiaría el rumbo de la primera potencia, con efectos en el resto del mundo.
El reto de los demócratas no es Donald Trump. La candidatura del expresidente era bienvenida por los demócratas, porque confiaban en que el rechazo que genera el candidato republicano compensaría las debilidades del presidente-candidato. Sin embargo, las encuestas no eran muy positivas y se acentuaron al ponerse en evidencia las dificultades cognitivas de Biden. Y el efecto definitivo, y por eso se han movilizado los líderes demócratas, ha sido la desmoralización de las bases, que significa una desmovilización de los activistas y una caída en picado de las donaciones, las grandes y sobre todo las pequeñas, las de cinco dólares, imprescindibles para el tramo final de la campaña. Nadie apuesta por una opción perdedora.
La situación no se puede resolver más que con un revulsivo interno, siquiera para salvar algunos muebles, lo que requiere no solo la renuncia de Biden, sino la proclamación de un candidato nuevo, de cambio, que ocupe el escenario de ahora hasta noviembre. Es difícil, pero es la única manera de que los demócratas despierten de la pesadilla y sumen al rechazo de Trump el proyecto político progresista que ni Hillary Clinton ni Joe Biden han sabido representar. El mundo entero, tal y como lo conocemos, se juega mucho en este asunto.