Salvador Illa acaba de ser investido president de la Generalitat de Catalunya. De entrada, nada de extraño, tratándose del líder del partido que obtuvo más apoyo ciudadano en las últimas elecciones autonómicas. Pero que sean los votos de un partido independentista los que hayan entronizado como primer catalán a quien se erigió, no hace tanto, en uno de los más firmes y decididos abanderados de la aplicación en Catalunya de la versión más extrema del artículo 155 genera algunos interrogantes que conviene abordar.
De la aplicación del 155 no se ha destacado lo suficiente, creo, su aspecto estructural. Su inserción, ya definitiva, en el futuro institucional de Catalunya. Una cosa es que, puntualmente, en 2017, en el momento álgido del procés, el 155 habilitara la subversión, en tierras catalanas, del sistema constitucional —con la destitución de un gobierno, la disolución de un parlamento y la convocatoria de unas elecciones al margen de los procedimientos legales ordinarios—. Y otra es que ya tenemos, ahora, precisamente gracias a este experimento de 2017, el melón abierto: ahora España ya sabe cómo utilizar el 155. Ya tiene el manual de instrucciones. Y sabe que lo puede hacer, cuando convenga, en su versión más pasada de vueltas. Lo sabe porque —¡como no!— el Tribunal Constitucional la validó. Vivimos ya, y seguiremos viviendo, por lo tanto, bajo la sombra de una afilada espada de Damocles. El nivel de autonomía que tiene, hoy, Catalunya —sea mucho o poco— solo puede ejercerse desde la castración de saberse permanentemente amenazado por una nueva aplicación, en el momento y con la intensidad que convenga, del 155. Yo llamo a este estado de cosas, tácito pero indefectiblemente eficaz, Decreto de Nueva Planta del siglo XXI.
¿Cómo se explica este apoyo independentista, en tierras catalanas y para que gobierne en solitario, a la Nueva Planta 2.0? ¿No le ha llegado al catalanismo —ahora ya sí— el momento de enfrentarse al espejo y, sin rehuir la mirada, hacer un poco de introspección o de memoria? Con toda seguridad le serían de ayuda, para ello, algunas de sus voces más ilustres y afiladas. Y es que, a pesar de su lejanía en el tiempo —o precisamente por esta lejanía— no dejan de retumbar, hoy, con fuerza. Con mucha fuerza, de hecho. Prestémosles atención.
Miquel Bauçà creía, directamente, que el objetivo supremo de la tribu catalana es no tener un estado propio. Ferrater Mora, más moderado, decía de los catalanes que son cautos incluso en la violencia. Que anhelan obtener la victoria por medio de la ironía. El político Prat de la Riba se quejaba: “¡No hemos hecho la Mancomunitat para tener una Diputación más grande!”. Se habría mostrado conforme Gabriel Ferrater, convencido de que “a base de teléfonos y carreteras, realmente, no se construye una nación”. Cambó, por su parte, acabó asumiendo que “para Cataluña el plato de la libertad tenía que postergarse por un tiempo, ante el problema de la vida” —se refería aquí, por ‘vida’, a los peligros del caos social—.
A Gaziel le parecía extraordinario que algunos catalanistas creyeran que podrían culminar con éxito su programa —que “la cosa podría llevarse a cabo”, más concretamente— sin estropicio, y sin un estropicio grave. De hecho, no solo sin trastornos terribles y sacrificios sangrientos, sino “subiendo la bolsa” —aquí es ineludible la imagen del catalán culminando la revolución tecleando un tuit desde el sofá de su segunda residencia—. Esta alegre confianza, creía Gaziel, se contradecía con siglos de experiencia negativa. Le extrañaba que pudieran tenerla unos hombres tan sensatos. Vicens Vives nos lo confirma: “los catalanes vamos desconcertados, tropezando con las esquinas de la historia, esta ama de llaves que nunca nos ha aleccionado lo suficiente”.
Del anunciado concierto económico ‘solidario’ la única incógnita real es saber por qué motivo o en qué fase descarrilará
Pero seamos, como buenos catalanes, objetivos y rigurosos. Tengamos seny: la investidura llega —así nos lo han anunciado— acompañada de una gran contrapartida, el tan deseado concierto económico. Quizás estaría justificado, en definitiva, mirar hacia otro lado y extender, arrodillados y tapándonos la nariz, la alfombra roja al 155. Lo dictaría, nuevamente, la Realpolitik. Pero es la misma historia —reciente y no tan reciente— la que, tozuda, nos obliga, como mínimo, a levantar algunos diques de contención para no tropezar con una nueva ‘esquina de la historia’:
a) El concierto nos es calificado, desde un inicio, de ‘solidario’. Solidario con España, claro. El nombre hace la cosa, dicen. ¿En qué porcentaje se traducirá esta solidaridad? ¿No nos llevará a un sistema de financiación sustancialmente equiparable al ya existente? O —no descartemos nada— ¡¿a uno peor?!
b) El concierto tendrá que ser concretado, en primera instancia, entre el PSOE y el PSC. Creo que no es necesario desarrollar más este punto.
c) Supongamos que PSOE y PSC cierran una propuesta de mejora razonable y sólida: requerirá, después, para ser efectiva, una elevada mayoría parlamentaria en Madrid, que vaya más allá del PSOE y de los partidos nacionalistas. Cualquier analista mínimamente serio verá que es muy poco probable que se dé.
d) Si, contra todo pronóstico, el concierto supera los tres puntos anteriores, será muy probablemente tumbado por los tribunales. Y no hablo, solo, del Tribunal Constitucional, sino también de los tribunales ordinarios. Lo harán —me apuesto lo que haga falta— acudiendo a los principios de solidaridad y de igualdad de todos los españoles. O a la necesidad de reformar, previamente, la Constitución, este infranqueable muro de hormigón ‘que nos dimos entre todos’. De todos modos, los catalanes ya estamos acostumbrados a que los tribunales nos tumben las cosas, especialmente las políticas. Así fue con el Estatut o el primer 155, y así ha sido más recientemente con el catalán o la amnistía.
Resumiendo, del anunciado concierto económico ‘solidario’ la única incógnita real es saber por qué motivo o en qué fase descarrilará. Por el contrario, la investidura, una vez consumada, es ya definitiva y firme. Hay que reconocer, por lo tanto, en este punto, el depurado y efectivo arte político de quienes accederán a la Casa Grande de la Generalitat, llaves de la caja —en este caso sí— en mano.
Volviendo a Vicens Vives, decía que el catalán nunca ha sido un pueblo que maneje grandes capitales. Creía que hay pueblos familiarizados con el Minotauro —el poder— y otros que no saben cómo hacerse con él. Este último sería el caso histórico de Catalunya. Un pueblo sin voluntad de poder, sin ganas de ocupar el palacio y de manejar ninguna de sus palancas. La historia, claro —sigue Vives—, no perdona ni un instante de retraso, y cuando uno se olvida de ella, regresa con fuerza. En Catalunya lo hizo, según Vives, bajo la forma de la Nueva Planta. Ahora, en pleno siglo XXI, lo ha vuelto a hacer —añado yo— bajo la forma de un desacomplejado 155. Este 155 que el propio independentismo acaba de entronizar en el Palau de la Generalitat. El Muy Honorable 155.