Durante los años del procés y posteriores al Primero de Octubre, la obsesión de los poderes financieros y mediáticos catalanes, repetida en todos los círculos del Upper Diagonal, era que había que conseguir un gobierno del PSC durante años y a los dos lados de la plaza Sant Jaume, a fin de que las fuerzas independentistas no tuvieran ninguna capacidad de incidencia, más allá del voluntarismo. Hacía falta una generación entera sin el virus del independentismo, con el fin de "normalizar" Catalunya y recuperar el orden establecido. Y, consensuado el objetivo, concentraron todo su inmenso poder en garantizar que eso fuera posible. Finalmente, han tenido éxito, y ahora los dos lados de la plaza son gobernados por un PSC españolizado, desprovisto del compromiso nacional que había tenido en épocas pasadas, y decidido a disciplinar la sociedad catalana. No hay que decir que no habrían conseguido su objetivo sin la complicidad necesaria de Comuns y sobre todo de un partido, ERC, que se ha convertido en el socio necesario para causar el estropicio. Evidentemente, la historia de la lucha catalana es larga y densa, y el partido republicano ha tenido momentos gloriosos y probablemente volverá a tenerlos. Pero el capítulo que ha protagonizado los últimos años es uno de los más ignominiosos, miserables y tristes que se pueden recordar. Aquel trabajo que vino a acabar Marta Rovira, en su fugaz retorno del abrigo suizo, es la metáfora de una auténtica traición al independentismo. Cuando después vienen los tipos que tildan de "ratas" a sus excompañeros de lucha, nada ya sorprende. Es el final arrastrado de un momento patético de la historia republicana.
Sea como sea, los prohombres del Upper Diagonal han conseguido encontrar su propósito de poner todos los poderes de Catalunya —incluidas las poderosas diputaciones— en manos del PSC, en la versión más PSOE de la historia. Y como cereza del pastel, han encontrado para la Generalitat a un "salvador" de la confusión catalana que devolvería el orden al país, gestionaría "las cosas importantes", frenaría aventuras arriesgadas y reharía las relaciones con la monarquía y el resto de poderes fácticos españoles. Y el Salvador de la patria, Salvador de nombre, para más virtuosidad, tenía todos los elementos para ser el mirlo blanco de Catalunya, el faro que devolvería el juicio perdido: era español y "muy mucho" español; había luchado en primera línea contra el procés catalán; lo bendecían las dos Españas, no tendría escrúpulos en desmantelar la nación y apuntalar la región y, triste y taciturno, sería el gestor de las cosas reales, y no el soñador. Illa era el hombre, era el salvador.
El salvador de Catalunya ha demostrado ser un absoluto desastre. Ni es un buen gestor, ni muestra ninguna capacidad para defender los intereses catalanes, ni negocia con el Estado, ni resuelve los problemas endémicos del país
Es evidente que desde la perspectiva de la fortaleza del independentismo, desnortado, fragmentado y con una parte fusionada con la progresía española —la ideología por encima de la nación—, la operación Illa ha sido un éxito. Además, durante el tiempo que mande —y manden los suyos por todas partes—, la nación quedará tan desposeída de músculo, que el trabajo para recuperarla será ingente. Solo faltaba el último y patético capítulo del delegado de la Generalitat en la Catalunya Nord, este nerd iletrado con ínfulas de alto funcionario, para entender hasta qué punto la destrucción de la identidad nacional avanza a gran velocidad.
Pero más allá de desmantelar el conflicto catalán y los derechos que comporta, el salvador de Catalunya ha demostrado ser un absoluto desastre. Ni es un buen gestor, ni muestra ninguna capacidad para defender los intereses catalanes, ni negocia con el Estado —sino que, al contrario, está a su servicio—, ni resuelve los problemas endémicos del país. El balance de Salvador Illa durante este tiempo no puede ser más desolador: ha empeorado el grave problema de inseguridad en todo el país; estallan conflictos locales; la crisis de Rodalies se desborda con toda su dimensión; la infrafinanciación de Catalunya empeora; no mejora el déficit de inversiones; la situación de deterioro del catalán se agrava a marchas forzadas y, para terminar, ninguna institución del Estado nos respeta porque ya no nos teme. Disciplinados y amordazados, nos hemos vuelto invisibles. De hecho, es tan claro esto, que el único político a quien teme el Estado es Puigdemont, no solo porque se mantiene resiliente, sino porque ha sido el único capaz de forzar decisiones en favor de Catalunya. ¿Illa? Illa es el cortesano de Borbón, el "catalán bueno", el president de la región, ergo, no es nada más que un Page cualquiera.
Se llamaba Salvador y venía a salvar Catalunya de su naufragio. Pero en realidad no venía a salvarla, sino a hacerla naufragar. No ha traído un flotador para evitar el ahogo. Ha traído lastre para ahogarnos. Incompetente e irrelevante, solo tiene una misión: convertirnos en una región. Como tantos lo han intentado, tantas veces. Y como tantos, tantas veces, fracasará.