Es bien curioso como el calendario escolar y de trabajo nos viene marcado, en buena parte, por una religión con la que mucha gente no comulga. Empezando por el nacimiento de Jesús a Navidad, y acabando por su resurrección, a Pascua, los días festivos y laborables en el Estado y en nuestro país son un repaso a la vida y milagros de una figura histórica considerada, por|para algunos, como Hijo de Dios. Su legado está gestionado en exclusiva por el autoproclamado y único interlocutor válido: la Iglesia católica.
Así, el grosor de la población va pasando por la muerte del Mesías —a Semana Santa—, por la preparación a su crucifixión —la Cuaresma— o por la conmemoración de la bajada del Espíritu Santo —el Pentecostés—, sin saber exactamente qué quiere decir cada festividad pero haciendo fiesta y sin comprender del todo la liturgia pero celebrándola.
En medio o dentro de estas fechas señaladas en rojo, también vamos encontrando otras costumbres más conocidas de carácter popular y lúdico, como la Mona (el lunes después de Pascua) o el Jueves Lardero, que marca el inicio del ciclo de Carnaval —que dura unos 7 días— y que es justo la semana antes del Miércoles de Ceniza, efeméride que marca el primer día de Cuaresma y el último del mencionado Carnaval.
Y todas estas festividades son móviles, es decir que nunca caen en el mismo día porque vienen dadas por el calendario lunar: la punta del compás es la primera luna llena de primavera —que determina todo el año— y a partir de aquí se cuentan 40 días atrás (Cuaresma) y cincuenta adelante (Pentecostés) y después ir haciendo. Sobre nuestro principal satélite orbita todo el calendario. Bonita paradoja de una sociedad que algunos querrían adjudicarse como propia (católica) y que pivota en torno a los astros. Copérnico y Galileo deben sonreír desde el cielo que ayudaron a descubrir.
En la celebración de la Navidad hay más de tradición que de creencia. Parece mentira como una religión en concreto influye tanto en el calendario de un país mayoritariamente laico y como todo el mundo acaba celebrando unas fiestas que desconoce o no comparte
También en la celebración de la Navidad hay más de tradición que de creencia. No obstante, a las estadísticas, el hecho de organizar la agenda del curso en torno a la vida de Jesucristo —o el simple hecho de estar bautizado— se suele contabilizar en el saco de la población creyente. Así, según el último estudio hecho por la Generalitat el año 2020, el 62,3% de los catalanes se identifican como cristianos, de los cuales el 53,0% serían católicos. Cuesta de creer, sin embargo, que esta cifra sea totalmente real, de acuerdo con del vacío de los templos durante la misa de cada domingo.
El mismo estudio también dice que un 19% se considera ateo y otro 8% agnóstico y, en paralelo, el Centro Estudios de Opinión afirma que solo para un 9,5% de catalanes la fe es importante en sus vidas. El anacronismo de algunos de sus hábitos, los escándalos vinculados a la pederastia y el celibato, la actual reticencia a los absolutismos, la incoherencia de un mensaje de humildad con la riqueza de la institución o la antigua complicidad con el franquismo ayudarían a entender, entre otros, estas cifras que cada vez más van a la baja.
El seguimiento de los mandatos de la Iglesia decae entre la sociedad, lo cual no quiere decir que no haya cristianos de base ejemplares. La Navidad se derrumba, cuando menos en su concepción primigenia de mensaje de paz y sencillez. Otra cosa serán las compras, las lucecillas y las comidas, poco vinculadas a la festividad original bimilenaria y a la austeridad de un belén lleno de paja y medio a la intemperie.
La fe es legítima y respetable; sin embargo, tendría que formar parte de la vida íntima y privada, no de la pública y colectiva, y el estamento eclesiástico convendría que no fuera considerado uno de los poderes fácticos, al lado del político, legislativos o judiciales. El derecho a hacer vacaciones no haría falta que fuera forzosamente vinculado a unos hechos bíblicos que no abrazan la idiosincrasia de toda la sociedad catalana y sería deseable vivir en un estado aconfesional que navegara más hacia el ecumenismo más amplio.
Parece mentira como una religión en concreto influye tanto en el calendario de un país mayoritariamente laico y como|cómo todo el mundo acaba celebrando unas fiestas que desconoce o no comparte. En todo caso, bienvenidos sean los días de descanso y reencuentro con las personas amadas. Simplemente, constatar que quizás no sería necesario pasar por el altar o por Belén para celebrar el amor y la familia. Y que a pesar de que a algunos privilegiados les escueza, nadie se puede apropiar de nuestra manera de cantar y de sentir porque, digan lo que digan, e puro si muove.