Estoy, me cuento, entre los ingenuos que creyeron que los diferentes actores del independentismo podrían, dada la trascendencia de lo que todos nos jugamos, hacer un reset, volver a empezar, y limpiar el rencor y las cuentas pendientes del pasado. Tan grande es mi ingenuidad que lo volví a pensar cuando empezó la actual legislatura. Sobra decir que me equivoqué de medio a medio. La fractura no se ha reparado, todo lo contrario, de modo que la dinámica de la confrontación ha ido cada vez a más. En esta espiral suicida pierde —no hace falta decirlo— el independentismo en su conjunto y sólo ganan sus adversarios, empezando, si hablamos de Catalunya, por el PSC.
La última muestra de esta dinámica enfermiza se ha dado con el anuncio, la semana pasada, de la eliminación del delito obsoleto de sedición y de la reforma del de desórdenes públicos. Se ha puesto sobre la mesa, asimismo, la posibilidad de tocar el delito de malversación, revirtiendo los cambios que hizo el PP en 2015.
Cada actor independentista ha reaccionado no según los hechos ocurridos, sino atendiendo exactamente a sus intereses, que pasan en gran medida por satisfacer a su gente, o sea, por decir exactamente aquello que su parroquia quiere oír. Inmediatamente, sus altavoces, especialmente a través de redes como Twitter, se han puesto a martillear los argumentos interesados de unos y otros. Así, mientras que para ERC y los suyos los cambios legales son la demostración de que la mesa de diálogo y, en general, su estrategia es un enorme acierto; para Junts per Catalunya y la CUP, lo que se ha anunciado llevará una tormenta de desgracias, tal como también dice la Assemblea Nacional Catalana, que ha tardado un milisegundo en anunciar una manifestación. Mientras tanto, Òmnium ha intentado situarse en un terreno entremedio, advirtiendo de los posibles riesgos potenciales.
Con los actuales líderes, y especialmente con los que fueron protagonistas del octubre de 2017, no lo conseguiremos
De este modo, podemos observar claramente cómo, dados literalmente los mismos hechos, la misma situación, la misma realidad, unos se presentan como héroes de la patria —Pere Aragonès y los suyos—, mientras que los otros los tildan de traidores impresentables, acusándolos, entre otras perversiones, de facilitar la captura de Carles Puigdemont. Cada afirmación de unos es enérgicamente rebatida por los otros, creando una escena que para el ciudadano corriente no sectarizado —que quiero pensar que todavía es la mayoría— resulta incomprensible, absolutamente desconcertante, inteligible. Todos ellos demuestran vivir en mundos paralelos y absolutamente diferentes, incapaces ya de transitar terrenos compartidos. Al estilo de Donald Trump, unos y otros consumen sus correspondientes "hechos alternativos".
Las opiniones sentenciosas, contundentes y completamente opuestas no paran de brotar, con un caudal generoso y contaminante, también mientras escribo estas rayas. No son argumentos que emanen del análisis de los hechos, sino que son fabricados para defender la posición previa.
Son, somos, muchos los que ahora, igual que antes, se preguntan, se preguntamos, hasta cuándo tiene que durar esta guerra absolutamente loca en el interior del independentismo. Una guerra que, aparte, de absurda y agotadora, está causando un destrozo tremendo y unas heridas que tardarán una eternidad en sanar.
Personalmente, soy incapaz de esbozar una respuesta, ni de imaginar un itinerario que nos pueda acercar a la solución. Lo que sí que me parece claro —y me duele muchísimo tener que dar la razón a los que hace mucho tiempo que lo dicen— es que con los actuales líderes, y especialmente con los que fueron protagonistas del octubre del 2017, no lo conseguiremos. La razón es simple: han tenido muchas, muchísimas, oportunidades de cambiar, de corregir su actitud y han sido incapaces. Han demostrado ser incurables. Merecen que los agradecemos muchas cosas y también que les reprochemos algunas otras, ciertamente. Pero lo que no merecen —visto su comportamiento a lo largo de los últimos cinco años— es seguir moviendo los hilos de la política de este país. Necesitamos a otra gente.