La Virgen de los catalanes es negra. Con el barniz de la piel y las manos oscurecido por el paso de los años, la majestuosidad del símbolo, a caballo entre lo religioso y lo nacional, es una evocación a las cosas que permanecen. Mil años de Monasterio y más de mil de leyenda y de devoción explican de qué manera los símbolos son útiles para arraigar, pero sobre todo para hacer de puntos cardinales cuando el contexto histórico y político nos ponen en jaque. Cuando las naciones se aguantan sobre romanticismos, el materialismo se impone por reacción y acaba dejando lo intangible en ridículo. No basta con símbolos, pero el símbolo tiene que estar para favorecer el vínculo de los ciudadanos con lo que son. Los catalanes no somos ninguna excepción de nada, y a lo largo de los años también he necesitado —y necesitamos— evocarnos a cosas grandes y reflejarnos en ellas para poder reubicarnos, sobre todo en tiempo de crisis.

A pesar de los drones y la chabacanería previsible en los actos de celebración del milenario, mil años de perdurabilidad exponen que, en nuestro caso, la permanencia de los símbolos y su viveza todavía hoy hablan, sobre todo, de una capacidad de resistencia. No es algo inflamado, ni clamoroso, ni resumible en un par de tuits con sentencias ramplonas. Es un carácter de fondo que ha traspasado tantas generaciones como han sido necesarias hasta llegar a la nuestra. No merece más triunfalismo que el del reconocimiento, porque resistir y vencer no siempre significan lo mismo. Ser consciente de esto, no obstante, ofrece perspectiva histórica, política y, al mismo tiempo, también doméstica. Me hizo pensar en ello Júlia Ojeda en esta Diada: "Que a pesar de todo había gente en la calle, también lo es. Son dos obviedades que nos reafirman y que tienen que dejarnos ver lo importante: que ambas actitudes, la de no participar del circo y la de no rendirse, las necesitamos".

El país da vueltas a su alrededor y Montserrat se mantiene en el centro, como una marca de origen y una saeta apuntando al destino

Hay algo en la pose estática de la Virgen de Montserrat –y de todas las vírgenes encontradas, románicas– que las hace desafiantes, como si entendieran que su sola presencia ya es un mensaje. Me parece que el país, para seguir estando, debe comprender que toca beber de aquí y no de una autocompasión que es estéril y nos lleva a "salvar" cosas, más que a defenderlas. Escribía Torras y Bages en la visita espiritual: "Más fuerte que un ejército en orden de batalla, desde vuestro alto castillo de Montserrat, defendéis de enemigos espirituales y temporales toda la tierra catalana que tenéis encomendada". La salida más apetecible que ofrece la autocompasión es la de la negación de las contrariedades o el pensamiento viciado de que la cobardía de rehuirlas las hará desaparecer.

El país da vueltas a su alrededor y Montserrat se mantiene en el centro, como una marca de origen y una saeta apuntando al destino. Como un recordatorio de que hay cosas que no se pueden mirar con el rabillo del ojo: este es el valor de su permanencia. En el regazo de la Virgen, el Niño sostiene en la mano izquierda una piña, expresión de todo lo que es fecundo y perenne. Mil años no son la eternidad, pero es suficiente tiempo como para incidir en el marco mental de la nación que sostiene. Cuando la conjetura conduce de lleno al desaliento, con mil años basta para explicar que nuestra existencia atestigua una robustez que viene de lejos. No bastan símbolos para aguantar ni la política, ni el país. Pero cuando lo inmediato es superficial y está pervertido, el símbolo ofrece la profundidad de visión que reorienta. La Virgen de los catalanes es negra y lleva más de mil años iluminando el país.