Las prisas, en todo, son malas consejeras y cuando se trata de analizar una sentencia por la cual a una persona a la que defendemos es condenada injustamente, lo propio —al menos, lo que nos corresponde a los profesionales del derecho— es analizarla con frialdad, con el necesario reposo y, sobre todo, con papel, rotulador y lápiz que es como los antiguos mejor abordamos cualquier tipo de texto y más aún uno que no es ni lineal ni sencillo porque para condenar no podía hacerse de otra forma.
El juicio, la línea de defensa y el cómo se ha llegado hasta aquí es por todos conocido y, por tanto, podemos saltarnos esas etapas e ir directamente a la mencionada sentencia de la cual, de entrada, extraemos una serie de puntos que nos llevan a concluir que el cúmulo de vulneraciones de derechos fundamentales producidas para condenar es tan elevado que estamos ante una resolución que ni resistirá el paso del tiempo, ni el peso de los recursos.
No se ha llegado a esta condena sin más, el camino ha sido largo y en él también se han producido vulneraciones de derechos fundamentales que estaba en las manos del tribunal sentenciador corregir, pero no lo hizo.
Al privar indebidamente a Laura Borrás, por parte de la Mesa del Parlament, de sus derechos y obligaciones como presidenta, debió actuarse en consecuencia y asumir que quedaba desprovista, igualmente, del aforamiento propio del cargo y, por tanto, parece evidente que la primera de las vulneraciones fue la del juez preestablecido por Ley a la que, sin duda, ha de unirse la del Juez imparcial, ya que a nadie se le escapa que el Juez Barrientos no era imparcial respecto de Laura ni de ningún independentista cosa que sabemos por sus actos y sus dichos.
Pero, además, tanto a nivel mediático como político —diría que también ciudadano— a la presidenta Laura Borrás se le vulneró la presunción de inocencia, esa que protege la Directiva Comunitaria 2016/343, según la cual se vulnera la presunción de inocencia cuando a una persona se la presenta como culpable sin que haya una sentencia que así lo determine. El escarnio ha sido tal que se la trató como culpable desde un comienzo.
Todos los que han seguido el proceso, pero especialmente el juicio, saben que, además, se le vulneró el derecho de defensa que debía ser protegido por el propio Tribunal y esto en diversas formas a partir de unos pactos contra natura que han llevado a dos acusados a asumir delitos que, como reconoce la propia sentencia, no han podido cometer. Eso demuestra el nivel de rendición al que se les llevó: aceptar haber cometido aquello que jamás pudieron cometer, a cambio de incriminarla. La propia sentencia establece su inocencia, el precio ya lo sabemos: tenían que acusarla previamente. Y esto se hizo, a pesar de que durante todo el procedimiento todas las defensas compartimos estrategia común.
Como si nada de eso fuese bastante, para llegar a la condena, desde el comienzo, se le vulneró a la presidenta el derecho al secreto de las comunicaciones, así como el derecho a la intimidad y a la protección del denominado entorno virtual.
Estamos ante una condena política de una política independentistas y que la única razón de ser tanto del proceso como de la condena no es otra que el papel que la presidenta Borrás juega en el interior de lo que no es sino un grupo objetivamente identificable de personas que, cada día, nos parecen más necesitadas de protección.
Las supuestas pruebas así obtenidas, no fueron conservadas debidamente y, por tanto, no se ha podido garantizar ni la integridad ni la autenticidad de unos correos que dicen contener evidencias de la comisión de unos delitos que, como más temprano que tarde se acreditará, nunca han sido cometidos. Fraccionar contratos no es delito y, si lo fuese, no quedarían celdas en las cárceles para tantos que fraccionan como única vía de mantener el funcionamiento de una maquinaria pública necesitada de otras formas de contratación y, todo ello, sin perjuicio de auténticos fenómenos de corrupción que siempre llevan aparejado el enriquecimiento que en este caso no se ha dado.
Dicho más claramente, se ha vulnerado el derecho a un proceso con las debidas garantías, entre las que se encuentra la cadena de custodia de aquellos elementos que se querían usar y usaron como pruebas.
Pero es más, también se vulneró la presunción de inocencia a partir del momento mismo en que existe un vacío probatorio inmenso que se ha tratado de rellenar con las declaraciones de dos coacusados y otras dos personas que, de mantenerse la tesis acusatoria, debieron también sentarse en el banquillo y no ser presentados como testigos. Pero, además, se hace todo esto a través de un juicio de inferencia ilógico, irracional y alejado de cualquier regla de la experiencia.
Un elemento esencial de los delitos por los que han condenado a la presidenta es el dolo, sobre el cual ninguna prueba se practicó y, contradictoriamente, la propia sentencia asume que no hubo desvío de fondos, ni enriquecimiento personal, ni perjuicio para la administración, lo que hace más miserables si cabe las declaraciones públicas que vinculan este caso con la corrupción.
Mucho nos hubiese gustado encontrar en la sentencia que vamos a recurrir alguna mención a cómo y por parte de quién o quiénes se destruyó el portal de la Institució de les Lletres Catalanes (ILC), que es donde realmente se generó un perjuicio a la administración y una merma inaceptable del derecho de defensa.
Otras vulneraciones de la sentencia son mucho menos visibles para cualquier ciudadano, pero sí lo son para los juristas, como las que afectan al principio de legalidad en relación con el derecho fundamental al non bis in idem y que hacen incompatible condenar por prevaricación y, al mismo tiempo, por falsificación; quienes crean que no es así entonces que estudien el voto particular que en esto sí que acierta.
Incluso, asumiendo la sentencia como base de discusión, también podemos ver cómo se vulnera, una vez más, el principio de legalidad y el de proporcionalidad, que lleva a una extensión del castigo desmedida, tan desmedida que el mismo tribunal sentenciador así lo establece y pide un indulto que la presidenta no ha solicitado.
Lo anterior, claro está, nos lleva a la vulneración, por desproporción, del derecho a la libertad personal, ya que no nos olvidemos que estamos ante una condena con pena de cárcel que, además, implica la privación del derecho de participación y representación política.
Todo esto es la consecuencia de una investigación prospectiva en la cual no se investigaban unos hechos concretos, sino a una concreta persona, llegándose al absurdo de sostenerse que cuando se buscaba por las palabras “Laura Borrás” en el ordenador del otro coacusado, se estaban buscando hechos y no personas. Siendo aforada, se la investigaba a ella y luego ya se vería… esto es propio de un sistema no ya antidemocrático sino casi tribal.
La sentencia —y el caso—, no se queda en estas vulneraciones, pero a partir de las mismas podemos afirmar, y en esto no nos equivocamos, que estamos ante una condena política de una política independentista y que la única razón de ser tanto del proceso como de la condena no es otra que el papel que la presidenta Borrás juega en el interior de lo que no es sino un grupo objetivamente identificable de personas que, cada día, nos parecen más necesitadas de protección.
Cosa muy distinta, y en eso no nos dejemos enredar, es el posicionamiento de políticos, más bien de vividores de lo público, encantados de pisar moqueta, aunque esta sea ajena, que no dudan en cambiarse de acera para, justificando lo injustificable, agradar al amo y tratar de legitimar un proceso y una condena que en democracia jamás se habrían dado.
En resumen, estamos ante una sentencia que, sea aquí o en Europa, está condenada a no resistir ni el paso del tiempo ni el peso de los recursos.