Las redes sociales han vivido una nueva ola del fenómeno #metoo o #jotambé asociado, en este caso, al periodismo. Varían las profesiones y los gremios pero no las deplorables actitudes machistas. Lo más triste es que no nos viene de nuevo, ni los comportamientos, ni algunos nombres, y no parece que se haga todo lo necesario para ponerle remedio. Tan encantadores, ellos, tan bonitos y gallardos. Si solo tratan de ser simpáticos. Si, total, se ha hecho toda la vida así, cómo os ponéis por nada. Pobrecitos, acosadores, que ahora que empieza a cambiar el paradigma no saben qué hacer y la culpa será nuestra, otra vez, por querer revertir décadas —siglos— de injusticia e impunidad. Lo han tenido fácil, sin embargo. Veníamos adiestradas de casa, como dice Anna Punsoda, y poco los habíamos estorbado. Hasta ahora.
Se ve que una mujer no tiene nada mejor que hacer que dejar de lado su vida —trabajo, familia, amistades, ocio— para dedicar este preciado tiempo que le pertenece a intentar olvidar los ataques externos que ha sufrido o a defenderse de ellos. A pesar de que, según cómo, más que externos también podríamos calificarlos de agresiones desde la propia trinchera supuestamente amiga, si consideramos que hombres y mujeres formamos parte de la misma especie humana. No debe ser suficiente con el techo de cristal, la brecha salarial o la carga mental del día a día que, encima, el cerebro se tiene que ocupar de y preocuparse por justificar una realidad que ya clama al cielo y que algunos —muchos, demasiados— todavía no ven o no quieren ver. Nos empujan a acusar anónimamente, por temor a represalias, a críticas, a incomprensiones. Por pereza a saber que aquello no tendrá recorrido y que saldrás perdiendo.
Los hombres se encubren entre ellos y las mujeres nos descubrimos entre nosotras. Nos avisamos del peligro y nos animamos a salir de este. Desde que Ana Polo explicó su caso con Quim Morales, un alud de casos ha salido a la luz, sobre todo a través de la red X (antiguo Twitter). Mujeres valientes, como Marta Roqueta, explicando experiencias repulsivas similares. Una tras otra han expuesto situaciones vomitivas y muchas otras les han dado apoyo. En cambio, ellos no salen uno tras otro a pedir disculpas o a reconocer su responsabilidad (contadísimas excepciones, flores que no hacen mayo). Como bien dice Elisenda Pineda, haría falta una especie de #metoo a la inversa. Un mínimo, señores, que ya sois mayorcitos. Entre los que callan (silencio), los que no lo ven tan grave (falta de empatía) y los que, encima, acusan a la víctima (criminalización) no hay manera de avanzar... Para construir a veces hace falta deconstruir, pero perder poder no le debe gustar a nadie.
Hay numerosos testimonios y denuncias pero todavía hoy quien tiene que dar explicaciones es más la víctima que el agresor
No son hechos puntuales, es una plaga. Es el sistema, porque no me imagino decenas de mujeres violando a un hombre drogado y guardando silencio durante años, como sí hicieron 51 hombres franceses sin escrúpulos con Gisèle Pelicot. Ningún varón tuvo un uno por ciento de decencia. Al contrario, se encubrieron y fueron cómplices y en el juicio todavía tienen el morro de taparse y disimular. Y no nos llaméis exageradas porque una cosa lleva a la otra. Nos querrían sometidas, no saben gestionar un trato de igualdad. Perderían privilegios. Están asustados y se desahogan así. Demasiadas mujeres a quienes no se les ha hecho suficiente caso hace tiempo que se desgañitan. Hay numerosos testimonios, reportajes (como el de Sara González), artículos, denuncias públicas y en los juzgados, sin embargo, todavía hoy, quien tiene que dar explicaciones es más la víctima que el agresor.
Hay muchas maneras de maltratar y muchos tipos de agresiones sexuales, no todo son besos furtivos, ni las bromitas hacen gracia. También está el descrédito constante, la ridiculización pública, el menosprecio, la infravaloración, la humillación, la amenaza, la burla, la angustia que no te sacas de encima. Y aquella malévola manera de despotricar de ti sibilinamente, a amistades o a superiores, para aislarte y que te pierdan la confianza o te despachen del trabajo, con la excusa de la incompetencia. Y todo eso, repito, con la triste connivencia de los entornos, mayoritariamente masculinos, pero también con alguna aliada deshonesta. Denunciar todavía es demasiado caro, emocionalmente, laboralmente, económicamente, socialmente. No nos podemos permitir que salga más a cuenta callar. Los mecanismos de detección y castigo están oxidados. Hace falta engrasarlos o prenderles fuego y crear nuevos, pero estos abusos se tienen que acabar. Ni una más.