Con el fenómeno de la inmigración, sin duda nos ocurre como en tantos otros, donde nuestra realidad cotidiana se puede ver prácticamente afectada por una idea que, a priori, nos resulta acertada. Querríamos ser de un modo, pero en realidad somos de otro. Nos podemos sentir muy favorables a las medidas de sostenibilidad planetaria, pero seguimos utilizando el e-commerce internacional, viajando a países exóticos con los que nutrir de fotos nuestros perfiles en redes, o sustituyendo móviles cada par de años, o protestando por los molinillos, placas, o desaladoras que nos queden cerca de casa. Es complicado ser ecologista y a la vez enviar wasaps a nuestros grupos.

Con la inmigración, la teoría que la mayoría suscribe también lo aguanta todo: solidaridad, cooperación, comprensión, tolerancia, integración, que cada cual elija las palabras que más le apetezcan o que considere más correctas. Lo cierto es que, al llegar al momento de su realización práctica, la cosa es bien distinta. Es como aquella conocida locutora de radio que decía tener todo el derecho a morirse roja como sus padres, aunque llevase las manos cuajadas de opulentos anillos de oro. Una de sus empleadas en el medio me comentó entonces de soslayo, que habría estado bien que también fuera roja pagando algo mejor a sus asalariados.

Podemos tener unas hipócritas relaciones de cooperación con países cuyos valores en derechos humanos son escasos, pero no es lo mismo convivir con quienes de esos países vienen para quedarse y sin renegar de ellos.

Cualquier ser humano es nuestro hermano. Quienes no aceptan la filiación divina tienen más difícil entender la palabra fraternidad; en todo caso, esa tendencia moderna tan de moda que aplaude al solidario, dice con ello que cualquier persona es parte de un polvo de estrellas primigenio, que ello debería permitirnos mirar al que llega sin temor y con amor. Pero sabemos que ser humano no es garantía de ser bueno, y cuanto más lejano sentimos a alguien, ya sea por su origen, por su etnia o por su religión, mayor puede ser la desconfianza en cuanto a las virtudes que pueda tener. Es un error, sí, pero comprensible, pues desde la caverna la supervivencia de la humanidad ha jugado a ese equilibrio ambivalente entre la competencia con el distinto y la capacidad de colaboración con él.

No hay mayor enemigo del que llega a un lugar que el penúltimo en llegar. El último en tema migratorio puede ser el último migrante o también el último en la escala social. La competencia por unos recursos que se hacen más escasos cuantos más son a repartir, ya es un gran qué. Pero no nos engañemos, para Europa no todas las culturas son iguales, y no es un tema de raza, sino cultural, filosófico y de identidad. Y no digo religioso para no polemizar. Podemos tener unas hipócritas relaciones de cooperación con países cuyos valores en derechos humanos son escasos, pero no es lo mismo convivir con quienes de esos países vienen para quedarse y sin renegar de ellos. Sobre todo, no se olvide, no será lo mismo para quien efectivamente tiene que convivir. Y sí, luego habrá un occidental machista y un musulmán feminista, pero reconocerán que eso que llaman “lo estructural” no será igual aquí y allá. Si quienes nos gobiernan siguen hablando una cosa y pensando otra, el crecimiento de los partidos a los que denominan de “extrema derecha” de manera lineal y simplista, tienen el campo abonado para su crecimiento. Y a quién le echarán la culpa, cuando eso suceda, ¿al que vende una idea o al que democráticamente se la compra?