Es fácil oír, en prácticamente todos los países de Occidente, que cada vez la población se empobrece más. Incluso una parte de la gente que tiene trabajo y, por lo tanto, cobra un sueldo se encuentra en el umbral de la pobreza, si no es que lo traspasa. Las administraciones, por el contrario, se quejan de que cada vez tienen menos recursos públicos para destinar a las necesidades sociales y a menudo se ven desbordadas por peticiones de ayudas diversas que no pueden satisfacer. Pero mientras esta realidad persiste, y los pobres son más pobres y los ricos son más ricos, y con el paso del tiempo todo esto se cronifica, aparecen noticias con grandes titulares que anuncian que en Europa, en Estados Unidos y en otros lugares del mundo civilizado el gasto militar, también público, se ha disparado. Es más, el nuevo secretario general de la OTAN, Mark Rutte, les ha pedido que todavía lo aumenten más. O sea, que para lo que conviene, para lo que interesa, sí hay dinero público para gastar.
¿De dónde salen estos recursos públicos? Pues única y exclusivamente de los bolsillos de los ciudadanos, de los impuestos que pagan religiosamente los habitantes de los países desarrollados y que los dirigentes políticos respectivos administran con más o menos acierto, salvo los que de vez en cuando ponen la mano en la caja y que directamente deberían ser condenados por ladrones y estafadores. El ciudadano, sea como sea, pierde el control sobre los impuestos en el momento que los satisface y a partir de entonces son las administraciones las únicas responsables del uso que se hace de ellos. Y aquí empiezan los problemas, porque el ciudadano no puede ejercer ningún tipo de control, más allá de mostrar su aprobación o su malestar cada cuatro años en las urnas. Entremedio, sin embargo, pasan, a menudo, cosas que rehúyen toda posibilidad de escrutinio. Entre ellas está el dinero que últimamente Occidente destina, se podría decir que compulsivamente, a dos conflictos armados que no solo lo rebasan, sino ante los que demuestra incapacidad para afrontarlos: Ucrania y Gaza.
La situación de Ucrania se ha convertido, desde que Rusia la invadió en febrero de 2022, en una especie de pozo sin fondo en el que sobre todo los Estados Unidos y la Unión Europea (UE) —y también individualmente los Estados que forman parte de ella, entre ellos España— han vertido lo que no está escrito. Miles de millones de dólares y de euros que cada dos por tres se anuncia que se destinan a cubrir las demandas bélicas de un Volodímir Zelenski que nunca tiene suficiente y que cada vez —incluso con tono de exigencia y de reprimenda si no le hacen caso— quiere más. No es casualidad que, en este escenario, haga un cierto tiempo que se empiecen a alzar voces —sobre todo entre los republicanos norteamericanos y en ciertos países europeos del antiguo telón de acero— que cuestionan la procedencia de seguir alimentando una guerra que es una evidencia que no conduce a nada y a la que Donald Trump, cuando vuelva a la Casa Blanca a partir del día 20, cortará la ayuda en seco. Es lícito, pues, que haya quien se pregunte por qué sus impuestos deben servir para seguir sufragando la carrera armamentista para armar —valga la redundancia— Ucrania hasta los dientes.
Se recurre a la solidaridad, a la buena fe y a la caridad de la gente para cubrir ayudas estructurales. Después de tantos años de hacerlo, ha dicho basta
Una pregunta que vale también para lo que sucede en Gaza, si bien este caso presenta muchas otras derivadas. Y es que la respuesta de Israel al salvaje ataque de Hamás perpetrado el 7 de octubre de 2023 ha dejado al descubierto una vergonzosa red de complicidad entre la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo —la UNRWA según la sigla en inglés— y la organización terrorista. De manera que no es nada difícil llegar a la conclusión de que todos los recursos que la UNRWA ha destinado a Gaza, procedentes de los diferentes países del mundo que sustentan este organismo específico de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), y todo el dinero que los Estados han dado directamente a los palestinos ha acabado en manos de Hamás, que los ha utilizado no para mejorar las condiciones de vida de la población palestina, sino para crear un régimen de terror con el único objetivo de borrar del mapa a Israel. A Hamás el bienestar y el futuro del pueblo palestino le importan un rábano y se puede decir, por mal que suene, que Occidente le ha pagado la fiesta.
En medio de tanta guerra resulta que no quedan recursos públicos para hacer frente a las necesidades sociales más perentorias y entonces hay que recurrir, como sucede en Catalunya, a la solidaridad, a la buena fe y a la caridad de la gente para cubrir ayudas estructurales como la de los sin hogar, la de los que se han quedado sin trabajo, la de quienes el dinero no les da para comer cada día o la de los inmigrantes que reciben cuando llegan al país y ayudas coyunturales como la de los damnificados por la gota fría en el País Valenciano. El problema es que a quien se le pide que haga este esfuerzo adicional es a la misma gente que paga los impuestos y que después de tantos años de hacerlo ha dicho basta. Por eso no es extraño que iniciativas como la del Gran Recapte del Banc dels Aliments empiecen a pinchar, porque esta gente ya está harta de ser la que recibe todos los golpes, de deslomarse cada día mientras otros paran la mano y viven de subsidios y de todo tipo de prestaciones sin pegar golpe. Si lo tienen todo pagado, ¿por qué tienen que esforzarse en trabajar? Y los que lo tienen todo pagado no son precisamente, al contrario de lo que preveía Francesc Pujols, los catalanes.
La imagen de mujeres árabes tirando a la basura o directamente al suelo la comida que les acababa de dar Caritas ha sido, en este caso, definitiva para que muchos ciudadanos hayan abierto los ojos y hayan dicho que hasta aquí habíamos llegado. Por la misma razón otras empresas como la de La Marató de TV3 también notan el descenso, porque el esquema es exactamente el mismo: la gente tiene que suplir la falta de recursos de la administración para la investigación, porque la Generalitat se los ha pulido en otro lado. En Catalunya faltan medios para esto, para la sanidad, para la enseñanza, para la vivienda y para una larga lista de servicios en la que cada uno seguro que podría poner uno u otro, pero los hay para el reparto gratuito de productos menstruales reutilizables, para la creación de observatorios de las cuestiones más diversas e inverosímiles, para la subvención de oenegés de reputación más que dudosa, para el incremento de las partidas destinadas a la cooperación al desarrollo váyase a saber dónde o para el aumento de las asignaciones a los partidos políticos representados en el Parlament y de los sueldos de los diputados.
Con todo ello, quizá iría siendo hora de proclamar que con los impuestos de los catalanes no se sufragan según qué martingalas, y más teniendo en cuenta que los catalanes son doblemente explotados, por la carga impositiva que debe soportar individualmente cada ciudadano del país y que es la más alta de España y por el expolio fiscal sistemático que justamente España practica sobre Catalunya. Como dice el eslogan, no en mi nombre, no con mis impuestos.